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Acerquémonos,
pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar
gracia para el oportuno socorro. (Hebreos 4:16)
La
gracia soberana no es una denominación religiosa ni un movimiento
teológico. Es una expresión concisa de la clara enseñanza de las
Escrituras que describe quién es Dios y cómo salva a un pecador. Dios es
soberano. Él es el Dios más alto (Génesis 14:22), supremo
y elevado en autoridad, carácter, dignidad y valor sobre todas sus
criaturas. Él no es responsable ante nadie (Job 33:13). Él
hace lo que quiere, cuando quiere, con quien le agrada (Is. 46:10). Él
no es dictado ni influenciado en grado alguno por nadie o cualquier cosa y no
puede ser cuestionado u obstaculizado en nada de lo que Él hace (Daniel
4:35; Romanos 11:34).
"¡Haz una pausa, alma mía! ¡Adora y asómbrate!
Pregunta: oh, ¿por qué tanto amor por mí?
La Gracia me ha contado entre el número
De los miembros de la familia del Salvador:
¡Aleluya!
Gracias, eternamente gracias, sean dadas a Ti."
La
gracia es el eterno favor y bendición de Dios sobre un pecador que
ni lo merece ni lo busca. La gracia es salvación. La gracia es Cristo
y todos los beneficios de su vida meritoria y de la muerte expiatoria del
pecado otorgada al desgraciado que es merecedor de sólo condenación y
castigo. La gracia soberana es el Dios soberano que se propuso y prometió
ser amable con quien Él tendría misericordia, y luego llevar a cabo ese
propósito y cumplir con esa promesa al poner aquellos objetos de gracia en
Cristo y Cristo en ellos (1 Corintios 1:30; Col 1:27).
Conoce al Señor”, porque todos me conocerán...(Jeremías 31:34)
Todo en la obra de redención es
personal, individual y preparado para cada persona. Todo tiene su propia
dirección, número y título. No es una tienda al por menor donde se venden las
cosas y, por lo tanto, todos pueden tomar según su propia elección. Es un
palacio donde se distribuyen los dones y el don está designado, por lo tanto, a
cada uno de aquellos para quienes están destinados. (Abraham Kuyper, Gracia
Particular, 87.)
En círculos Reformados y
Presbiterianos, en los años recientes, ha habido un loable redescubrimiento de
la importancia del pacto de gracia y la iglesia en la comunicación de la gracia
de Dios en Jesucristo. Mientras que muchos Cristianos evangélicos colocan el
énfasis primario en tener una “relación personal con Jesucristo,” los
Cristianos Reformados reconocen que el compañerismo con Cristo ocurre
ordinariamente a través del compañerismo de la iglesia y su administración de
los medios de gracia, la predicación de la Palabra de Dios y la administración
de los sacramentos del bautismo y la santa comunión. La iglesia es la
“sociedad” divinamente señalada, para usar la expresión de Calvino, dentro de
la cual los creyentes y sus hijos son nacidos de nuevo espiritualmente y
nutridos en la vida Cristiana. En lugar de enfatizar, como de primera
importancia, que los pecadores individuales “tomen una decisión por Jesús,” el
Cristianismo Reformado comienza con la iniciativa de Cristo en reunir y
preservar Su iglesia por Su Espíritu y Su Palabra.
Hasta aquí, en lo que concierne a los
hijos de los creyentes, la fe Reformada los considera como “Cristianos” o
miembros de Cristo en virtud de la promesa del pacto, que es expresada y
sellada para ellos en el sacramento del bautismo. Tales hijos no son
considerados como “mundanos,” fuera del compañerismo de Cristo hasta que
escojan creer y arrepentirse. Más bien, son considerados como miembros de la
iglesia Cristiana, a quienes se les ha de enseñar a vivir y actuar de manera consecuente.
Los padres Cristianos no esperan a que sus hijos lleguen a la “edad de la
responsabilidad” antes que les enseñen a confesar que “su único consuelo en la
vida y en la muerte” es que pertenecen a su fiel Salvador, Jesucristo
(Catecismo de Heidelberg, Día del Señor 1). Confiando en la promesa del pacto,
instruyen a sus hijos en la Palabra de Dios y confiadamente anticipan que el
Señor confirmará Su promesa en las vidas de estos hijos mientras crecen y
maduran en Cristo.
Corporativismo
Sin embargo, la naturaleza pactal y
corporativa de la administración del evangelio puede fácilmente ser
distorsionada en otro error tan mayúsculo como el del individualismo
evangélico. Si un problema clave con el evangelicalismo es su individualismo,
un problema potencial dentro del Cristianismo Reformado contemporáneo es el
corporativismo. Por “corporativismo” quiero decir la idea de que es innecesario
cualquier énfasis en la apropiación personal de la gracia de Dios en Cristo.
Debido a que la gracia de Dios es comunicada a los creyentes por medio de la
iglesia y sus medios de gracia, nuestra respuesta personal al evangelio
disminuye en importancia. Esta idea puede tomar varias formas. Por ejemplo,
algunas personas Reformadas simpatizan con la afirmación de N. T. Wright de que
“si tienes lo corporativo, te deshaces de lo individual.”
Este lenguaje parece sugerir que es
suficiente simplemente saber que una persona es un miembro de la iglesia por
medio del bautismo. La soteriología está totalmente subordinada, y agotada, por
la eclesiología. Insistir en el punto de si un miembro bautizado de la iglesia
responde apropiadamente al sacramento por la vía de la fe y el arrepentimiento
es un asunto secundario en el mejor de los casos, quizás un individualismo mal
dirigido. En tanto que conozcamos la identidad de una persona a través del
sacramento del bautismo, no necesitamos enfatizar demasiado la respuesta
necesaria y personal que requiere el bautismo.
El sacramento del bautismo se vuelve,
en este esquema, un tipo de “ordenanza salvadora” que asegura la elección de
una persona y su favor para con Dios, independientemente de su apropiación del
evangelio por medio de la fe. De manera similar, están aquellos que censuran el
énfasis de la teología clásica Reformada en un ordo salutis, la manera en que
la gracia de Cristo se hace nuestra por medio de la obra del Espíritu de Cristo
en el renacimiento, conversión y demás. En tanto que vemos el gran cuadro de la
historia salutis, la historia de la obra salvadora del Dios Trino culminando en
la Persona y obra de Cristo, tenemos todo lo que es importante. Demasiado
enfoque en la apropiación del creyente individual de la gracia de Dios,
particularmente como esta ha sido entendida en las categorías tradicionales del
ordo salutis, conduce al subjetivismo y a una visión demasiado introspectiva de
la vida Cristiana.
Aunque esta es más bien una descripción
simplista del problema, me gustaría proponer que es una ilustración
sorprendente de lo que podría llamarse un falso dilema, una yuxtaposición
innecesaria de cosas que están genuinamente en armonía. El Cristianismo Bíblico
y Reformado no necesita escoger entre lo corporativo y lo personal, entre la
historia salutis y la ordo salutis. Para tomar el lenguaje Bíblico desde otro
contexto, no necesitamos “separar lo que Dios ha unido.”
El desafío real para el Cristianismo
Bíblico en nuestro día no es un énfasis en la respuesta personal del creyente
al evangelio, sino un énfasis en la fe y la vida Cristiana como un asunto
privado o meramente individual. Sin embargo, históricamente en la confesión y
práctica de las iglesias Reformadas, se ha entendido correctamente que lo
corporativo y lo personal están íntimamente ligados, aunque siguen siendo
distintos. Esto puede ser ilustrado fácilmente por ejemplos Bíblicos e
históricos. Si consideramos la predicación del Señor Jesucristo, como nos es
atestiguada en los evangelios del Nuevo Testamento, es difícil suprimir la
obvia verdad que Él consideraba la apropiación personal de Su mensaje como algo
de importancia crítica, cualquiera que fuese la naturaleza de la identificación
corporativa de una persona con el pueblo pactal de Dios.
Unas pocas citas aleatorias del
Evangelio de Mateo, que podrían multiplicarse por docenas, bastarán para
mostrar que este es el caso. Por tanto, os digo que si vuestra justicia no
fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los
cielos (Mateo 5:20). Cuando ores, no seas como los hipócritas (Mateo 6:5). No
todo el que me dice: “¡Señor, Señor!”, entrará en el reino de los cielos, sino
el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mateo 7:21). Pero
los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro
y el crujir de dientes (Mateo 8:12). A cualquiera, pues, que me confiese
delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en
los cielos (Mateo 10:32). (Hablando a los Fariseos) Toda planta que no plantó
mi Padre celestial será desarraigada (Mateo 15:13). Si alguien quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mateo 16:24). Por tanto,
os digo que el reino de Dios será quitado de vosotros y será dado a gente que
produzca los frutos de él (Mateo 21:43). Asimismo el apóstol Pablo, aunque
algunas veces ha sido interpretado hoy, de manera arbitraria, como si tuviese
poco, si es que algún, interés en las cuestiones personales de una ordo
salutis, parece ser bastante enfático acerca de la necesidad de responder
personalmente al evangelio. Considere solamente tres textos, que también
podrían ser multiplicados muchas veces. No que la palabra de Dios haya fallado,
porque no todos los que descienden de Israel son israelitas (Romanos 9:6). Con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y
lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me
amó y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2:20). Palabra fiel y digna de ser
recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,
de los cuales yo soy el primero (1 Timoteo 1:15).
La Comunidad del Pacto
Como sugieren claramente estos pasajes,
el evangelio de Jesucristo, que es comunicado a través de la predicación y los
sacramentos, no prescinde sino que acentúa la necesidad de una respuesta
dirigida por el Espíritu en la forma de fe y arrepentimiento personal. Sin
importar qué tan cierto es que la gracia de Dios es comunicada pactalmente, y
por lo tanto, corporativamente, el pacto no es meramente un asunto corporativo.
La comunidad del pacto está compuesta de personas, y entre esas personas hay
algunos que quebrantan el pacto por la incredulidad y la falta de penitencia, y
hay otros que guardan el pacto. Es imposible, por tanto, hablar solamente de la
comunidad corporativa y su medio objetivo de gracia, cuando hablamos de la
comunicación del evangelio.
La confesión y práctica histórica de
las iglesias Reformadas también confirma que este es el caso. Uno de los
catecismos más conocidos de la tradición Reformada es el Catecismo de
Heidelberg. Este Catecismo sirve (entre otras funciones) para instruir a los
niños en la Fe, quienes son miembros de la comunidad pactal o iglesia. Sin
embargo, lo que llama la atención acerca de este Catecismo es que es
dominantemente pactal (sin usar el término muy a menudo) y personal al mismo
tiempo. No hay en su lenguaje la más mínima insinuación que la inclusión
corporativa de los creyentes y sus hijos hagan superflua una respuesta personal
al evangelio de Cristo. Dentro del escenario del pueblo corporativo de Dios,
este catecismo le enseña a los creyentes (como es habitual en los símbolos
clásicos de la tradición Cristiana) a hablar en la primera persona del singular
mientras se une a toda la compañía de los fieles. Es más, en su tratamiento de
los sacramentos, este catecismo insiste que estos medios de gracia son
simultáneamente los actos más corporativos y personales imaginables.
En el bautismo cristiano, los creyentes
y sus hijos son abordados personalmente (¡por nombre!). Por medio del bautismo
Dios condesciende para darnos una señal o signo y una promesa de nuestra
incorporación en Cristo. Lejos de disminuir nuestra responsabilidad personal,
el sacramento lo acentúa. De igual forma, cuando los creyentes son nutridos en
la mesa del Señor, lo hacen solamente mientras vienen con la “boca” de la fe,
recordando, proclamando y discerniendo el cuerpo y la sangre de Cristo que les
son dados. Este sacramento significa y sella que “Su cuerpo [el de Cristo] fue
ofrecido y quebrantado en la cruz por mí, y Su sangre fue derramada por mí”
(Día del Señor 28, énfasis mío).
Por lo tanto, lo que estoy sugiriendo
es que no deberíamos oponer lo corporal y lo personal, la historia y el ordo
salutis. Todo tipo de daños se siguen por un fracaso en mantener juntos estos
dos lados de la realidad única de la obra salvadora del Dios Trino: los
sacramentos son separados de la Palabra de Dios y la respuesta de fe requerida;
la iglesia o comunidad del pacto en su expresión histórica es simplemente
identificada con la compañía de los elegidos, la distinción entre la iglesia
como Dios la conoce de manera infalible (la así llamada “iglesia invisible,” o
mejor, la “invisibilidad” de la iglesia) y como esta existe concretamente, como
la compañía mixta de creyentes verdaderos e hipócritas, es comprometida; y una
presuntuosidad ilegítima crece con respecto a la salvación de todos los que
están señalados pactalmente como Cristianos.
El Cristianismo Reformado, aunque ni
pietista ni individualista en sus mejores expresiones, nunca niega que la
gracia de Dios en Cristo requiera la confesión intensamente personal (aunque
común entre el pueblo de Dios): “Que no me pertenezco a mí mismo, sino que
pertenezco, en cuerpo y alma, a mi fiel Salvador Jesucristo, quien ha hecho
satisfacción plena por todos mis pecados.”
La siguiente pregunta que se debe considerar es: ¿Por
qué predicar el evangelio a toda criatura? Si Dios Padre solo ha
predestinado a un número limitado para que sean salvos, si Dios Hijo solo murió
para llevar a cabo la salvación de los que el Padre le dio, y si Dios Espíritu
no está buscando dar vida a nadie salvo a los elegidos de Dios, entonces, ¿cuál
es el propósito de dar el evangelio al mundo en general y dónde está la
conveniencia de decir a los pecadores: «Para que todo aquel que en él cree, no
se pierda, mas tenga vida eterna»?
En primer lugar es
muy importante tener claro la naturaleza del evangelio mismo. El evangelio es
la buena noticia de Dios acerca de Cristo y no acerca de los pecadores: «Pablo,
siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de
Dios… acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo” (Ro 1:1, 3). Dios quiso que
se proclamara a lo largo y ancho el hecho increíble de que su propio Hijo
bendito «se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Se tiene que
transmitir un testimonio universal del valor inigualable de la persona y obra
de Cristo. Fíjate en la palabra ‘testimonio’ en Mateo 24:14. El evangelio es el
‘testimonio’ de Dios de las perfecciones de su hijo. Fíjate en las palabras del
apóstol: «Porque para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y
en los que se pierden» (2 Co 2:15).
Una gran confusión prevalece hoy acerca del carácter y el
contenido del evangelio. El evangelio no es una ‘oferta’ para que la circulen
los vendedores ambulantes del evangelio. El evangelio no es una mera
invitación, sino una proclamación acerca de Cristo; es verdadera, ya sea que
los hombres la crean o no. A ningún hombre se le pide que crea que Cristo murió
por él en particular. El evangelio, en resumen, es esto: Cristo murió por
pecadores, tú eres un pecador, cree en Cristo y serás salvo. En el evangelio,
Dios simplemente anunció los términos mediante los cuales los hombres pueden
ser salvos (a saber, arrepentimiento y fe) y, de un modo indiscriminado, a
todos se les ordena cumplirlos.
En segundo lugar, el
arrepentimiento y la remisión de pecados deben ser predicados en el nombre del
Señor Jesús «a todas las naciones» (Lc 24:47), porque los elegidos de Dios
están ‘dispersos’ (Jn 11:52) entre todas las naciones, y es cuando el evangelio
es predicado y escuchado que son llamados a salir del mundo. El evangelio es el
medio que Dios usa para salvar a sus propios elegidos. Por naturaleza los
elegidos de Dios son hijos de ira «así como los demás»; son pecadores perdidos
que necesitan un Salvador, y separados de Cristo no hay solución para ellos.
Por tanto, deben creer el evangelio antes de poder gozarse en el conocimiento
de que sus pecados han sido perdonados. El evangelio es el aventador de Dios;
separa la cizaña del trigo y junta a estos últimos en su granero.
En tercer lugar, se
debe notar que Dios tiene otros propósitos con la predicación del evangelio
aparte de la salvación de sus propios elegidos. El mundo existe para el bien de
los elegidos; sin embargo otros se benefician de él. Así que la palabra se predica
por el bien de los elegidos, sin embargo otros tienen el beneficio de un
llamado externo. El sol brilla aunque los ciegos no lo vean. La lluvia cae en
las montañas rocosas, en los desiertos, lo mismo que en los fructíferos valles;
así también Dios permite que el evangelio caiga en los oídos de los no
elegidos. El poder del evangelio es uno de los agentes que Dios usa para
mantener a raya la maldad del mundo. Muchos de los que el evangelio nunca salva
son reformados, sus lujurias son refrenadas y se evita que se tornen peores.
Además, la predicación del evangelio a los no elegidos se convierte en una
prueba admirable del carácter de ellos. Exhibe la prolongada continuidad de su
pecado; demuestra que sus corazones están en enemistad contra Dios; justifica
la declaración de Cristo de que «los hombres amaron más las tinieblas que la
luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3:19).
Por último,
para nosotros es suficiente saber que se nos ordena predicar el evangelio a
toda criatura. No nos toca a nosotros razonar en cuanto a la concordancia entre
esto y el hecho de que «son pocos los escogidos». A nosotros nos toca obedecer.
Hacer preguntas acerca de los caminos de Dios que ninguna mente finita puede
sondear completamente es un asunto sencillo. Nosotros también podemos volvernos
y recordar al objetor lo que nuestro Señor declaró: «De cierto os digo que
todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias
cualesquiera que sean; pero cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no
tiene jamás perdón» (Mr 3:28, 29) y no puede haber ninguna duda en cuanto a que
ciertos judíos fueron culpables de este mismo pecado (ver Mt 12:24, etc.), por
lo cual su destrucción era inevitable. Sin embargo, a pesar de eso, apenas dos
meses después, ordenó a sus discípulos predicar el evangelio a toda criatura.
Cuando el objetor nos pueda mostrar la concordancia entre estas dos cosas: el
hecho de que ciertos judíos habían cometido el pecado para el cual no hay
perdón y el hecho de que a ellos se les tenía que predicar el evangelio, nos
comprometemos a proporcionar una solución más satisfactoria que la que
ofrecimos antes para que exista una armonía entre una proclamación universal
del evangelio y una limitación de su poder salvador solo a aquellos que Dios ha
predestinado a ser conformados a la imagen de su Hijo.
Afirmamos una vez más que no nos toca a nosotros razonar en
cuanto al evangelio; nuestro deber es predicarlo. Cuando Dios ordenó a Abraham
ofrecer a su hijo en una ofrenda quemada, pudo haber objetado que su orden no
era consistente con su promesa: «En Isaac te será llamada descendencia». Pero
en lugar de discutir, obedeció, y dejó que Dios armonizara su promesa con su
precepto. Jeremías pudo haber argumentado que Dios le había pedido que hiciera
algo totalmente irracional cuando le dijo: «Tú, pues, les dirás todas estas
palabras, pero no te oirán; los llamarás, y no te responderán» (Jer 7:27), pero
en lugar de eso el profeta obedeció. Ezequiel también se pudo haber quejado de
que el Señor le estuviera pidiendo algo difícil cuando le dijo: «Hijo de
hombre, come lo que hallas; como este rollo, y ve y habla a la casa de Israel.
Y abrí mi boca, y me hizo comer aquel rollo. Y me dijo: Hijo de hombre,
alimenta tu vientre, y llena tus entrañas de este rollo que yo te doy. Y lo
comí, y fue en mi boca dulce como miel. Luego me dijo: Hijo de hombre, ve y
entra a la casa de Israel, y habla a ellos con mis palabras. Porque no eres
enviado a pueblo de habla profunda ni de lengua difícil, sino a la casa de Israel.
No a muchos pueblos de habla profunda ni de lengua difícil, cuyas palabras no
entiendas; y si a ellos te enviara, ellos te oirán. Mas la casa de Israel no te
querrá oír porque no me quiere oír a mí; porque toda la casa de Israel es dura
de frente y obstinada de corazón» (Ez 3:4–7).
«Pero, oh mi alma, si la verdad tan brillante
Deslumbrara y confundiera tu vista,
Con todo, de todas formas obedece su Palabra escrita,
Y espera el gran día
de la decisión.» —Watts
Bien se ha dicho: «El evangelio no ha perdido ninguno de sus
poderes antiguos. Es hoy exactamente lo mismo como cuando fue predicado por
primera vez, ‘el poder de Dios para salvación’. No necesita ninguna lástima,
ninguna ayuda, ninguna criada. Puede vencer todos los obstáculos y romper todas
las barreras. No se tiene que probar ningún recurso humano para preparar al
pecador para que lo reciba, porque si Dios lo ha enviado, ningún poder lo puede
estorbar; y si Él no lo ha enviado, ningún poder puede hacer que sea
eficaz».—(Dr. Bullinger)
Pink, A. W. La soberanía de Dios: Respuestas a
objeciones comunes.
Al exponer la soberanía de Dios Espíritu en la salvación
hemos mostrado que su poder es irresistible, que por sus operaciones de gracia
sobre y dentro de ellos, ‘compele a los elegidos de Dios a venir a Cristo. La
soberanía del Espíritu Santo se establece no solo en Juan 3:8 donde se nos dice
que «el viento sopla de donde quiere… así es todo aquel que es nacido del
espíritu», pero también se afirma en otros pasajes. En 1 Corintios 12:11
leemos: «Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo espíritu, repartiendo a
cada uno en particular como él quiere». Y una vez más leemos en Hechos 16:6, 7:
«Y atravesando Frigia y la provincia de Galacia, les fue prohibido por el
Espíritu Santo hablar la palabra en Asia; y cuando llegaron a Misia, intentaron
ir a Bitinia, pero el espíritu no se lo permitió». De esta manera vemos cómo el
Espíritu Santo interpone su voluntad imperial en oposición a la determinación
de los apóstoles.
Pero se objeta en contra de la afirmación de que la voluntad
y el poder del Espíritu Santo son irresistibles diciendo que hay dos pasajes,
uno en el Antiguo Testamento y otro en el Nuevo, que parecen militar en contra
de tal conclusión. Dios dijo en la antigüedad: «No contenderá mi espíritu con
el hombre para siempre» (Gn 6:3) y Esteban declaró a los judíos: «¡Duros de
cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al
Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas
no persiguieron vuestros padres?» (Hch 7:51, 52). Si en ese entonces los judíos
‘resistieron’ al Espíritu Santo, ¿cómo podemos decir que su poder es
irresistible? La respuesta se encuentra en Nehemías 9:30: «Les soportaste por
muchos años, y les testificaste con tu espíritu por medio de tus profetas, pero
no escucharon». Lo que Israel ‘resistió’ fueron las operaciones externas del
Espíritu. Era el Espíritu hablando por y a través de los profetas a los que
ellos ‘no escucharon’. Ellos no resistieron algo que el Espíritu Santo obró en
el interior de ellos, sino los motivos que les presentaron los mensajes
inspirados de los profetas. Tal vez ayudará al lector a captar mejor nuestro
pensamiento si comparamos Mateo 11:20–24: «Entonces comenzó a reconvenir a las
ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían
arrepentido, diciendo: ¡Ay de ti, Corazín!», etc. ¡Nuestro Señor pronuncia aquí
ayes sobre estas ciudades por no haberse arrepentido ante las ‘poderosas obras’
(milagros) que había hecho a su vista y no por ninguna operación interna de su
gracia! Lo mismo es cierto de Génesis 6:3. Al comparar 1 Pedro 3:18–20 se verá
que fue por y a través de Noé que el Espíritu de Dios ‘luchó’ con los
antediluvianos. La diferencia que se indicó anteriormente fue resumida muy
hábilmente por Andrew Fuller (otro escritor fallecido hace ya mucho tiempo de
quien nuestros contemporáneos podrían aprender mucho) quien lo expresó del
siguiente modo: «Existen dos clases de influencias por medio de las cuales Dios
obra en las mentes de los hombres. La primera, que es común y que se lleva a
cabo por el uso ordinario de los motivos que se presentan a la mente para su
consideración; la segunda, que es especial y sobrenatural. Una no contiene nada
misterioso más que la influencia de nuestras palabras y acciones sobre los
demás; la otra es un misterio del que no sabemos nada sino solo por sus
efectos. La primera puede ser eficaz; la segunda lo es». Los hombres siempre
‘resisten’ la obra del Espíritu Santo sobre o hacia ellos; su obra dentro de
ellos siempre tiene éxito. ¿Qué dicen las Escrituras? Esto: «El que comenzó EN
vosotros la buena obra, la perfeccionará». (Fil 1:6).
Pink, A. W. La soberanía de Dios: Respuestas a objeciones
comunes.
El pasaje que tal vez ha representado la mayor dificultad
para los que han visto que, pasaje tras pasaje, la Santa Escritura enseña
claramente la elección de un número limitado para la salvación, es 2
Pedro 3:9: «No queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento».
Lo primero que hay que decir sobre este pasaje es que, como
cualquier otro texto de la Escritura, se debe entender e interpretar a la luz
de su contexto. ¡Lo que hemos citado en el párrafo anterior es solo parte del
versículo y la última parte del mismo! Ciertamente todos deben estar de acuerdo
en que la primera parte del versículo tiene que ser tomada en consideración.
Con el fin de establecer lo que muchos suponen que estas palabras significan, o
sea, que las palabras ‘ninguno’ y ‘todos’ se deben recibir sin ninguna reserva,
¡hay que mostrar que el contexto se está refiriendo a toda la raza humana! Si
esto no se puede mostrar, si no hay una premisa para justificar esto, entonces
la conclusión también debe ser injustificada. Reflexionemos entonces sobre la primera
parte del versículo.
«El Señor no retarda su promesa». Fíjate que ‘promesa’ está
en singular, no dice ‘promesas’. ¿Qué promesa está a la vista? ¿La promesa de
salvación? ¿Dónde ha prometido Dios salvar a toda la raza humana en algún lugar
de la Escritura? ¿Dónde? No, la ‘promesa’ a la que aquí se hace referencia no
se trata de la salvación. Entonces, ¿cuál es? El contexto nos lo dice.
«Sabiendo primero esto, que en los postreros días vendrán
burladores, andando según sus propias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está
la promesa de su advenimiento?» (vv. 3, 4) El contexto entonces se refiere a la
promesa de Dios de enviar a su amado Hijo. Pero muchos siglos han pasado y esta
promesa todavía no se ha cumplido. Cierto, pero por larga que la demora pueda
parecernos, el intervalo es corto en el cómputo de Dios. Como prueba de ello se
nos recuerda: «Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día
es como mil años, y mil años como un día» (v. 8). En el cómputo del tiempo de
Dios, han pasado menos de dos días desde que prometió enviar de regreso a
Cristo.
Pero hay más, la tardanza en que el Padre envíe de regreso a
su amado Hijo no solo no se debe a una ‘negligencia’ de su parte, sino que la
ocasiona su ‘paciencia’. ¿Su paciencia hacia quién? El versículo que estamos
considerando nos dice: «es paciente para con nosotros». ¿Y quiénes son esos
‘con nosotros’? ¿la raza humana o el pueblo de Dios? A la luz del contexto,
esta no es una pregunta abierta sobre la cual cada uno de nosotros tiene la
libertad de formarse una opinión. El Espíritu Santo lo ha definido. El
versículo inicial del capítulo dice: «Amados, ésta es la segunda carta que os
escribo». De nuevo, el versículo inmediatamente anterior declara: «Mas, oh
amados, no ignoréis esto», etc. (v. 8). El ‘con nosotros’ entonces son los
‘amados’ de Dios. Aquellos a quienes la Epístola fue dirigida son a los que se
les «concedió (no los que ‘alcanzaron’ sino a los que se les ‘concedió’ como el
don soberano de Dios) una fe como la nuestra, mediante la justicia de nuestro
Dios y Salvador, Jesucristo» (2 Pe 1:1). Por lo tanto decimos que no hay cabida
para la duda, una discusión por nimiedades o una polémica; el ‘con nosotros’
son los elegidos de Dios.
Citemos ahora el versículo completo: «El Señor no retarda su
promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con
nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento». ¿Puede haber algo más claro? El ‘ninguno’ que Dios no quiere
que perezca es los ‘con nosotros’ con quienes Dios es ‘paciente’, los ‘amados’
de los versículos anteriores. Lo que 2 Pedro 3:9 quiere decir, entonces, es que
Dios no enviará de vuelta a su Hijo sino hasta «que haya entrado la plenitud de
los gentiles» (Ro 11:25). Dios no enviará de vuelta a Cristo hasta que ese
‘pueblo’ que él ahora está ‘tomando’ de los gentiles (Hch 15:14) sea reunido
por completo. Dios no enviará de vuelta a su Hijo sino hasta que el cuerpo de
Cristo esté completo, y eso no será sino hasta que los que él ha escogido para
que sean salvados en esta dispensación hayan sido traídos a él. Gracias a Dios
por su «paciencia para con nosotros». Si Cristo hubiera regresado hace veinte
años, este escritor hubiera sido dejado atrás para perecer en sus pecados. Pero
eso no podía ser, así que Dios de un modo misericordioso retardó la segunda
venida. Por la misma razón todavía está retardando su advenimiento. Su
propósito decretado es que todos sus elegidos vengan al arrepentimiento, y se
arrepentirán. El presente intervalo de gracia no va a terminar sino hasta que
la última de las ‘otras ovejas’ de Juan 10:16 esté segura en el redil; entonces
Cristo regresará.
Pink, A. W. (2016). La soberanía de Dios: Respuestas a
objeciones comunes. (Extracto)
Una de las creencias más populares en la actualidad es que
Dios ama a todos, y el hecho de que sea tan popular entre todas las clases
debería ser suficiente para levantar las sospechas de aquellos que están
sujetos a la Palabra de Verdad. El amor de Dios para todas sus criaturas es el
postulado fundamental y favorito de los universalistas, unitarios, teósofos,
científicos cristianos, espiritualistas, ruselitas, etc. No importa cómo viva
un hombre, aun sea en abierto desafío al cielo, sin interesarse en lo absoluto
en los intereses eternos de su alma, y mucho menos aún en la gloria de Dios,
muriendo tal vez con una maldición en sus labios, a pesar de todo, se nos dice
que Dios lo ama. Este dogma se ha proclamado tan ampliamente, y es tan
consolador para el corazón que está en enemistad con Dios, que tenemos poca
esperanza de convencer a muchos de su error. Podemos afirmar que la creencia de
que Dios ama a todos es bastante moderna. Creemos que buscaríamos en vano en
los escritos de los padres de la iglesia, de los reformadores o de los
puritanos para encontrar ese concepto. Quizá el finado D. L. Moody, cautivado por
«La cosa más grande del mundo» de Drummond, hizo más que cualquier otro en el
siglo pasado para popularizar este concepto.
Se ha convertido en costumbre afirmar que Dios ama al
pecador pero que odia su pecado. Pero tal distinción no tiene sentido. ¿Qué hay
en un pecador sino pecado? ¿No es cierto que «toda cabeza está enferma» y «todo
corazón doliente» y que «desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él
cosa sana»? (Is 1:5, 6). ¿Es cierto que Dios ama a aquel que desprecia y
rechaza a su bendito Hijo? Dios es luz y amor a la vez, por lo tanto, su amor
debe ser un amor santo. Decir al que rechaza a Cristo que Dios lo ama es
cauterizar su conciencia y proporcionarle un sentido de seguridad en sus
pecados. El hecho es que el amor de Dios es una verdad solo para los santos y
presentarlo a los enemigos de Dios es tomar el pan de los hijos y echárselo a
los perros. Con la excepción de Juan 3:16, ¡ni una sola vez en los cuatro
Evangelios leemos que el Señor Jesús, el Maestro perfecto, dijera a los pecadores
que Dios los ama! ¡El libro de Hechos, que registra los esfuerzos y mensajes
evangelísticos de los apóstoles, ni siquiera hace referencia al amor de Dios!
Pero cuando llegamos a las Epístolas, que están dirigidas a los santos, tenemos
una presentación completa de esta preciosa verdad: el amor de Dios por los
suyos. Busquemos trazar correctamente la Palabra de Dios para que después no
nos encontremos tomando verdades que están dirigidas a los creyentes y las
apliquemos mal a los incrédulos. Lo que los pecadores tienen que poner ante
ellos es la santidad inefable de Dios, la ira exigente de Dios. Digamos,
arriesgándonos al peligro de ser malentendidos (y desearíamos poder decirlo a
todos los evangelistas y predicadores del país) que a los pecadores hoy se les
presenta demasiado a Cristo (por aquellos que son sanos en la fe) y se les
muestra muy poco a los pecadores su necesidad de Cristo, es decir, su condición
absolutamente arruinada y perdida, su peligro inminente y terrible de sufrir la
ira venidera, la culpa espantosa que reposa sobre ellos ante los ojos de Dios.
Presentar a Cristo a quienes nunca se les ha mostrado su necesidad de Él, nos
parece que es ser culpables de echarles las perlas a los cerdos.
Si fuera verdad que Dios ama a cada miembro de la familia
humana, ¿entonces por qué el Señor dijo a sus discípulos: «El que tiene mis
mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado
por mi Padre… El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará» (Jn
14:21, 23)? ¿Por qué decir: «El que me ama, mi Padre le amará», si el Padre ama
a todos? La misma limitación se encuentra en Proverbios 8:17: «Yo amo a los que
me aman». Otra vez leemos: «Aborreces a todos los que hacen iniquidad», no
únicamente las obras de iniquidad. He aquí pues un repudio rotundo a la
enseñanza actual de que Dios odia el pecado pero ama al pecador. La Escritura
dice: ¡«Aborreces a todos los que hacen iniquidad» (Sal 5:5)! «Dios está airado
contra el impío todos los días» (Sal 7:11). «El que rehúsa creer en el Hijo no
verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él»; no dice «estará», sino
que incluso ahora «está sobre él» (Jn 3:36). ¿Puede Dios ‘amar’ a aquel sobre
quien está su ‘ira’? Una vez más, ¿no es evidente que las palabras, el «amor de
Dios, que es en Cristo Jesús» (Ro 8:39) marca una limitación tanto en la esfera
como en los objetos de su amor? Una vez más, ¿no queda claro que Dios no ama a
todos en las palabras «A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí» (Ro 9:13)? También
está escrito: «Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que
recibe por hijo» (Heb 12:6). ¿No enseña este versículo que el amor de Dios está
restringido a los miembros de su propia familia? Si ama a todos los hombres sin
excepción, entonces la distinción y limitación aquí mencionada no tiene mucho
sentido. Por último, preguntamos: ¿es concebible que Dios ame a aquellos que
serán condenados al lago de fuego? Porque si los ama ahora, también lo hará
después, ya que sabemos que su amor no cambia. ¡En Él «no hay mudanza, ni
sombra de variación»!
Volviendo ahora a Juan 3:16, debe ser evidente por los
pasajes que se acaban de citar, que este versículo no resistirá el sentido que
le suelen dar, «Porque de tal manera amó Dios al mundo». Muchos suponen que
esto quiere decir toda la raza humana. Pero ‘toda la raza humana’ incluye a
toda la humanidad desde Adán hasta el fin de la historia de la tierra; ¡tiene
un alcance anterior y posterior! Considera, entonces, la historia de la
humanidad antes del nacimiento de Cristo. Innumerables millones vivieron y
murieron antes de que el Salvador viniera a la tierra, vivieron aquí «sin
esperanza y sin Dios en el mundo» y, por lo tanto, pasaron a una eternidad de
dolor. Si Dios los ‘amó’, ¿dónde se encuentra la menor prueba de ello? La Escritura
declara que «en las edades pasadas (desde la torre de Babel hasta después de
Pentecostés), Él (Dios) ha dejado a todas las gentes andar en sus propios
caminos» (Hch 14:16). La Escritura declara que «como ellos no aprobaron tener
en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que
no convienen» (Ro 1:28). Dios dijo a Israel: «A vosotros solamente he conocido
de todas las familias de la tierra» (Am 3:2). A la luz de estos sencillos
pasajes, ¿quién sería tan necio como para insistir que Dios en el pasado amó a
toda la humanidad? Lo mismo aplica con igual fuerza al futuro. Lee el libro de
Apocalipsis, poniendo especial interés en los capítulos 8 al 19, donde se
describen los juicios que se derramarán desde el cielo sobre esta tierra. Lee
los terribles males, las espantosas plagas, las copas de la ira de Dios que
serán derramadas completas sobre los malvados. Por último, lee el capítulo
veinte de Apocalipsis, el juicio del gran trono blanco, y observa si puedes
descubrir allí el más mínimo rastro de amor.
Pero el opositor regresa a Juan 3:16 y dice, ‘mundo
significa mundo’. Cierto, pero hemos demostrado que ‘el mundo’ no quiere decir
toda la familia humana. El hecho es que ‘el mundo’ se usa de una forma general.
Cuando los hermanos de Cristo dijeron: «Muéstrate al mundo» (Jn 7:4), ¿lo que
quisieron decir fue «Muéstrate a toda la humanidad»? Cuando los fariseos
dijeron: «Mirad, el mundo se va tras él» (Jn 12:19), ¿lo que quisieron decir
fue que ‘toda la familia humana’ acudía en masa a él? Cuando el apóstol
escribió: «Vuestra fe se divulga por todo el mundo» (Ro 1:8), ¿lo que quiso
decir fue que la fe de los santos de Roma era el tema de conversación de todo
hombre, mujer y niño en la tierra? Cuando Apocalipsis 13:3 nos dice: «se maravilló
toda la tierra en pos de la bestia», ¿debemos entender que no va a haber
excepciones? Estos y otros pasajes que se podrían citar muestran que el término
‘el mundo’ muchas veces tiene una fuerza relativa más que una absoluta.
Ahora, lo primero que debemos tener en cuenta en relación a
Juan 3:16 es que nuestro Señor estaba hablando a Nicodemo, un hombre que creía
que las misericordias de Dios estaban confinadas a su propia nación. Cristo
estaba anunciando que el amor de Dios, al dar a su Hijo, tenía a la vista un
objetivo más grande y que fluía más allá de la frontera de Palestina y llegaba
a ‘regiones más allá’. En otras palabras, este fue el anuncio de Cristo de que
Dios tenía un propósito de gracia tanto para judíos como para gentiles. «De tal
manera amó Dios al mundo», entonces, significa que el amor de Dios es
internacional en su alcance. Pero, ¿quiere esto decir que Dios ama a todos los
individuos entre los gentiles? No necesariamente, porque, como hemos visto, el
término ‘mundo’ es general más que específico, relativo más que absoluto. El
término ‘mundo’ en sí mismo no es concluyente. Para determinar quiénes son los
objetos del amor de Dios debemos consultar otros pasajes en los que se menciona
su amor.
En 2 Pedro 2:5 leemos del ‘mundo de los impíos’. Entonces,
si hay un mundo de los impíos, debe haber también un mundo de los piadosos. Son
estos últimos los que están a la vista en los pasajes que ahora vamos a
considerar brevemente. «Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo
y da vida al mundo» (Jn 6:33). Ahora fíjate bien, Cristo no dijo, «ofrece vida
al mundo», sino ‘da’. ¿Cuál es la diferencia entre estos dos términos? Esta:
algo que se ‘ofrece’ se puede rechazar, pero algo que se ‘da’ necesariamente
implica su aceptación. Si no se acepta, no se ‘da’ y simplemente se ofreció.
Aquí, entonces, hay un texto bíblico que de una forma positiva declara que
Cristo da vida (espiritual, vida eterna) ‘al mundo’. Ahora, Él no da vida
eterna al ‘mundo de los impíos’ porque no la tendrán, porque no la quieren. Por
lo tanto, estamos obligados a entender la referencia que se hace en Juan 6:33
como el ‘mundo de los piadosos’, es decir, el pueblo de Dios.
Uno más. En 2 Corintios 5:19 leemos: «Que Dios estaba en
Cristo reconciliando consigo al mundo». Lo que se quiere decir con esto
claramente lo definen las palabras que siguen inmediatamente después: «no
tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados». Aquí otra vez ‘el mundo’ no
puede significar el ‘mundo de los impíos’ porque sus ‘pecados’ les serán
‘imputados’ como lo mostrará el juicio del Gran Trono Blanco. Pero 2 Corintios
5:19 claramente enseña que hay un ‘mundo’ que ha sido ‘reconciliado’,
reconciliado con Dios porque sus pecados no les han sido tomados en cuenta
porque los sobrellevó su Sustituto. ¿Quiénes son ellos? Solo hay una respuesta
posible: ¡el mundo del pueblo de Dios!
De manera similar, el ‘mundo’ en Juan 3:16 debe, en su
análisis final, referirse al mundo del pueblo de Dios. Decimos ‘debe’ porque
suponemos que no existe otra solución alternativa. No puede significar toda la
raza humana, porque la mitad de la raza ya estaba en el infierno cuando Cristo
vino a la tierra. Es injusto insistir en que quiere decir todos los seres
humanos que ahora viven porque cualquier otro pasaje del Nuevo Testamento donde
se menciona el amor de Dios, lo limita a su propio pueblo. ¡Busca y ve! Los
objetos del amor de Dios en Juan 3:16 son precisamente los mismos objetos del
amor de Cristo en Juan 13:1: «Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús
que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». Podemos
admitir que nuestra interpretación de Juan 3:16 no es novedosa e inventada por
nosotros, sino que es una que los reformadores y puritanos y muchos otros desde
entonces dieron de un modo casi uniforme.
Es extraño, y sin embargo es verdad, que muchos que
reconocen el gobierno soberano de Dios sobre las cosas materiales, pongan peros
y discutan por nimiedades cuando insistimos en que Dios también es soberano en
el ámbito espiritual. Pero su pelea es con Dios y no con nosotros. Hemos
proporcionado la evidencia bíblica para apoyar todo lo presentado en estas
páginas, y si eso no satisface a nuestros lectores, es inútil para nosotros
tratar de convencerlos. Lo que nosotros escribimos está diseñado para los que
sí se inclinan hacia la autoridad de la Santa Escritura, y es para su beneficio
que nos proponemos examinar otros pasajes bíblicos que han sido reservados a
propósito para este capítulo.
Pink, A. W. La soberanía de Dios: Respuestas a
objeciones comunes. (Extracto)
El
apóstol Pablo nos exhorta, 'El que se gloría, que se gloríe en el Señor'. (I
Corintios 1:31). Este es el deber fundamental de cada hombre. Debemos
gloriarnos en Dios, no en nosotros mismos. El hombre es propenso por naturaleza
a jactarse de su poder y habilidad, y de sus obras y voluntad; Porque no
tenemos nada de que jactarnos. De nosotros mismos, somos nada e incluso menos
que nada (Isaías 40:17). Todo lo que somos nos es dado de Dios. "El da a
todos vida y aliento y todas las cosas ... En él vivimos, y nos movemos, y en
el existimos ..." (Hechos 17:25, 28). Si tenemos que gloriarnos, debemos
gloriarnos en la grandeza y poder de Dios, en las obras y caminos de Dios.
Somos amonestados, 'Cantadle (Dios), cantadle salmos; hablad de todas sus maravillas.
(Salmo 105: 2).
Es
nuestro llamado a la gloria especialmente en la maravillosa obra de salvación
de Dios. Con el salmista debemos cantar: "Bendice al Señor, oh alma mía, y
no olvides todos sus beneficios: el cual perdona todas tus iniquidades; Que
sana todas tus enfermedades; Que redime tu vida de la destrucción; Que te
corona de misericordia y misericordia ... "(Salmo 103: 2-4). Porque no
contribuimos absolutamente nada a la salvación. Es toda la obra maravillosa de
Dios. Él es el Soberano Salvador. Antes de la fundación del mundo planeó la
salvación. Él realmente obtuvo la salvación al enviar a Su Hijo a morir en la
cruz. Por Su gracia Él solo aplica la salvación al corazón y la vida de Su
pueblo. Así, de principio a fin "la salvación es del Señor" (Jonás 2:
9). Toda la gloria es de Dios.
Es mi
oración que el Señor Dios se complace este testimonio de Su gracia soberana,
para el avance de la causa de Su Verdad, y para la gloria de Su gran nombre.
"Exaltado seas sobre los cielos, oh Dios; sobre toda la tierra sea tu
gloria (Salmo 57: 5).
EL
SOBERANO DIOS
Las
Escrituras nos enseñan que Dios es absolutamente soberano. Como Dios
Todopoderoso, Él gobierna el mundo. Él es el Rey de reyes, el Señor de señores,
el Dios Altísimo. A Él pertenece todo poder y toda autoridad para hacer lo que
Él desea en el cielo arriba y en la tierra debajo. Este mundo y todo lo que
está dentro de él es Su mundo. Toda criatura está ligada por Su soberana
voluntad y poder. El Rey David reconoció cuando bendijo al Señor con las palabras:
"Tuyo, oh Jehová es la grandeza, y el poder, y la gloria, y la victoria, y
la majestad; porque todo lo que está en los cielos y en la tierra es tus; Tuyo
es el reino, oh Jehová, y tú eres exaltado como cabeza sobre todos "(I
Crónicas 29:11).
De hecho,
el Señor es "cabeza sobre todos". No hay criatura, ya sea bestia,
hombre o ángel, que pueda frustrar el gobierno soberano de Dios. Nabucodonosor
tenía toda la razón cuando confesó: 'Bendeciré al Altísimo, y alabé y honré al
que vive para siempre, cuyo dominio es un dominio eterno, y su reino es de
generación en generación. Y todos los habitantes de la tierra son nada y el
hace según su voluntad en el ejército de los cielos, y entre los moradores de
la tierra; y nadie puede detener su mano, ni decirle: ¿Qué haces? (Daniel 4:
34-35). No hay nadie que pueda permanecer la mano de Dios haciendo lo que Él
quiere; No entre el ejército del cielo y no entre los habitantes de la tierra.
Aunque muchos levantan el puño en desafío de Dios, aunque desprecian Sus estatutos
y mandamientos, y aunque se rebelan contra Él con toda la maldad de sus
corazones; Pero en todo Dios reina supremamente. 'Porque el reino es del
Señor, y él es el gobernador entre las naciones' (Salmo 22:28).
¿Cómo
podría ser de otra manera? Porque si Dios es DIOS, entonces Él debe ser
soberano sobre todos. Si Él es todopoderoso, entonces no puede haber nadie más
con poder en sí mismo para frustrar jamás el poder y el dominio de Dios. Él es
Dios y Él solo es Dios. Así Moisés instruyó al pueblo de Israel: 'Jehová es
Dios en el cielo de arriba, y debajo de la tierra: no hay otro' (Deuteronomio
4:39). Porque todos somos como nada. Todas las naciones delante de él son como
nada; Y le son contados menos que nada, y vanidad (Isaías 40:17). Somos tan
insignificantes en comparación con el Dios Infinito que no somos nada. Somos
menos que nada.
Seguramente
entonces no podremos nunca decirle a Dios: '¿Qué haces?' Seguramente no debemos
cuestionar nada de lo que dice o hace. Él es el Dios soberano y nosotros somos
Sus criaturas finitas. Él es el Alfarero y nosotros somos la arcilla. Así
leemos, '¡Ay del que lucha con su Hacedor! Que el tiesto se esfuerce con las
ollas de la tierra. ¿Dirá el barro a aquel que lo modela: ¿Qué quieres hacer? O
tu obra, ¿no tiene manos? (Isaías 45: 9). Dios tiene el derecho de hacer con
nosotros lo que Él quiera y nunca podremos quejarnos o cuestionarnos; Debemos
inclinarnos ante Él en humilde sumisión siempre. 'Porque así dice el Altísimo y
Altísimo que habita la eternidad, cuyo nombre es Santo; Yo habito en el lugar
alto y santo, con él también, el de espíritu contrito y humilde, para revivir
el espíritu de los humildes y para revivir el corazón de los contritos (Isaías
57:15).
LA
VOLUNTAD SOBERANA DE DIOS
Debido
a que Dios es el Dios soberano, el Maestro y Gobernante del cielo y la tierra,
también debe ser cierto que la voluntad de Dios es soberana. Si Dios es el Rey
de toda la creación, entonces Su decreto y propósito deben permanecer inamovibles.
Porque es imposible concebir a un Dios soberano cuya voluntad y propósito
puedan ser frustrados por aquellos sobre los cuales Él gobierna. Si la voluntad
del gobernado puede de alguna manera cambiar o frustrar la voluntad del
gobernante, entonces el gobernante no es soberano. El Dios soberano también
debe tener una voluntad soberana. Eso es exactamente lo que la Biblia nos
enseña. El gran Dios del cielo y de la tierra hará lo que quiera y luego
realizará todo lo que ha querido. Porque Dios mismo declara a través del
profeta Isaías: 'Yo soy Dios, y no hay como yo, declarando el fin desde el
principio y desde los tiempos antiguos lo que aún no se ha hecho, diciendo: Mi
consejo permanecerá, y hare todo lo que quiero (Isaías 46: 9-10).
De
hecho, no hay quien sea como Dios. Pues ¿quién puede decirnos el fin de una
cosa en su comienzo, incluso antes de que comience a correr su curso? ¿Quién
puede declarar las cosas que aún no han ocurrido, mucho antes de que alguna vez
se conviertan en historia? Seguramente sólo Dios puede hacer eso. Porque es la
misma voluntad y propósito de Dios la que determina la existencia y el curso de
todas las cosas. Su voluntad es tan soberana que Él ha determinado exactamente
lo que sucede en este mundo. Dios ha determinado y designado absolutamente
todo. Incluso los detalles más pequeños están comprendidos en Su voluntad y
propósito. Así, el apóstol se refiere a Él como el Dios "que obra todas
las cosas según el consejo de su propia voluntad" (Efesios 1:11). Todas las
cosas son lo que son y hacen lo que hacen porque Dios así obra en ellas. Y Él
obra en ellos en perfecta armonía con lo que Él ha querido en Su consejo. No
hay nada que esté fuera del consejo determinado de Dios.
Lo que
es aún más sorprendente es que esta determinación tuvo lugar en la eternidad.
La voluntad y el consejo de Dios no están ligados al tiempo, ni a nada en el
tiempo. Está por encima del tiempo y la historia. Es tan eterno como lo es Dios
mismo, como dice el apóstol: "según el propósito eterno que él propuso en
Cristo Jesús nuestro Señor" (Efesios 3:11). Mucho antes de que hubiera un
mundo, el curso de la historia fue establecido y determinado por el propósito
de Dios en Cristo Jesús. Y así también Su propósito continuará intacto e
inalterado por siempre y para siempre. Incluso se canta con el salmista:
"El consejo del Señor permanece para siempre, los pensamientos de su
corazón por todas las generaciones" (Salmo 33:11).
¿Puede
haber alguna duda de que la voluntad del Dios soberano siempre se hace? Puesto
que Su consejo permanece para siempre, a todas las generaciones, seguramente
nadie puede frustrar la voluntad de Dios. Este es exactamente el testimonio de
Dios mismo. Leemos: "El Señor de los ejércitos ha jurado, diciendo:
Ciertamente, como he pensado, así sucederá; como yo lo he propuesto, así será
... Porque el Señor de los ejércitos se ha propuesto, ¿y quién lo invalidará? Y
su mano está extendida, ¿y quién la hará volver? (Isaías 14: 24,27). La
voluntad de Dios es soberana. Nadie puede anular lo que Dios ha propuesto, ni
siquiera el hombre malvado que busca activamente traer a nada el buen placer
del Señor por su desobediencia y rebelión; Los hombres pueden idear todo tipo
de planes para derrocar al Altísimo; Pero Dios es tan soberano, que Él realiza su
voluntad incluso en y por medio de todos sus artificios. "Hay muchos
artefactos en el corazón de un hombre; Sin embargo, el consejo del Señor, que
permanecerá (Proverbios 19:21). Su consejo permanecerá firme y hará todo lo que
le plazca. El Señor Dios ha hablado; Él también lo hará (Isaías 46:11).
Dios es soberano y eso significa que su voluntad también es soberana.
PREDESTINACIÓN
SOBERANA
Puesto
que Dios es el Dios soberano, cuyo consejo permanece para siempre, cuya
voluntad nunca puede ser frustrada, y cuyo propósito no es anulado, debemos
concluir que su voluntad y determinación son particularmente soberanas en la
salvación. No puede ser que el hombre es quien determina, por su propia
voluntad, si será salvo o no. Ciertamente el hombre debe venir a Dios por fe
para la salvación. Seguramente, él debe buscar a Dios, amarlo, y servirle de un
corazón dispuesto. Pero en última instancia, puesto que Dios es soberano, la
salvación debe depender únicamente de Su elección soberana. Porque Él es el
Creador infinito que tiene el derecho y el poder de hacer con Sus criaturas
finitas exactamente lo que Él quiere, incluso con respecto a nuestro destino
eterno. Así, el apóstol Pablo pregunta: "¿No tiene el alfarero poder
sobre el barro, de la misma masa para hacer un vaso para honra y otro para
deshonrar? ¿Qué pasaría si Dios, esta dispuesto a mostrar su ira y hacer
conocer su poder, y soportó con mucha paciencia los vasos de la ira preparados
para la destrucción, y para dar a conocer las riquezas de su gloria en los
vasos de misericordia que él tuvo antes Preparada para la gloria? ' (Romanos 9:
21-23). Dios es el soberano y nosotros, Sus criaturas, somos la arcilla. Así
como un alfarero terrenal tiene poder soberano sobre el barro, para convertirlo
en lo que le plazca, así Dios soberanamente nos hace en todo lo que Él quiere.
Él hace que algunos sean "vasos de misericordia" que Él ha
"preparado para gloria". Estos son los elegidos de Dios, los elegidos
por Él para la salvación en Cristo.
De
estas personas el apóstol dice: "Pero estamos obligados a dar gracias a
Dios por vosotros, hermanos amados de Jehová, porque Dios os ha escogido desde
el principio para la salvación ..." (II Tesalonicenses 2:13). Antes de que
el mundo fuera creado, Dios en su decreto y consejo eterno seleccionó a ciertos
para ser su pueblo especial. El salmista dice: "Bendita la nación cuyo
Dios es el Señor; Y al pueblo que ha elegido para su propia herencia (Salmo
33:12). A este pueblo elegido, Dios, en Su misericordia, concede la fe y el
arrepentimiento, y todas las bendiciones de la salvación, para que sean
llamados "vasos de misericordia". Así, leemos: "Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con todas las
bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo: Como nos ha
escogido en él antes de la fundación del mundo ..." (Ef. 1: 3-4). Oh, de
hecho, elegimos a Dios, pero sólo después de que Él nos ha escogido y nos
concede el poder de elegirlo. Jesús dijo: "No me habéis elegido, sino que
yo os he elegido a vosotros ..." (Juan 15:16).
El
apóstol Pablo también se refiere a "vasos de ira preparados para la
destrucción". Puesto que Dios es soberano, su voluntad no sólo debe ser el
factor determinante en la salvación, sino también en la destrucción eterna.
Dios no sólo selecciona a algunos para ser salvos y glorificados, sino que
también designa a otros a la "destrucción". Judas se refiere a estas
personas cuando él habla de "algunos hombres se arrastraron de improviso,
que estaban de antaño ordenados a esta condena ..." (Judas 4). El apóstol
Pedro se refiere a ellos como "desobedientes: a los cuales también fueron
designados" (I Pedro 2: 7-8). A estas personas Dios no concede la fe y el
arrepentimiento, para que continúen en su pecado y maldad. Él los mira, no en
amor, sino en su ira. Así se les llama "los vasos de la ira". No es
de extrañar que las Escrituras declaren: "Así que no es de aquel que
quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" (Romanos
9:16).
La
salvación nunca puede basarse en nuestras obras o en nuestra voluntad. Si
confiamos en Cristo como nuestro Salvador y tenemos la esperanza de la gloria
dentro de nosotros, es sólo por una sola cosa: la soberana voluntad de Dios y
el buen placer que nos designó para la gloria. Porque nuestro Dios es el Dios
que nos salvó y nos llamó con santa vocación, no conforme a nuestras obras,
sino a su propósito y gracia, que nos fue dada en Cristo Jesús antes de que
comenzara el mundo (II Timoteo 1: 9). 'Su propósito y gracia' no es dada por
gracia en su decreto de elección que es la fuente de todo bien salvador.
PRESCIENCIA
Puesto
que Dios soberanamente predestinó la vida de cada hombre (algunos a la gloria y
otros a la destrucción), no puede ser que la predestinación de Dios esté basada
en la elección del hombre: su fe y su arrepentimiento. No puede ser que Dios,
en su presciencia, simplemente miró hacia abajo en la historia y vio a todos
los que creían y luego, sobre la base de ese conocimiento, los eligió a la
salvación y la gloria. Pues eso haría que la elección del hombre fuera más
soberana que la elección de Dios. Eso haría depender la predestinación de Dios
de la voluntad del hombre. Las Escrituras, sin embargo, enseñan que la elección
no tiene nada que ver con las obras del hombre. En relación con la elección de
Jacob y la reprobación de Esaú, leemos en Ro. 9:11 "Porque los hijos no
habían nacido todavía, ni han hecho ningún bien ni mal, para que el propósito
de Dios se cumpliera según la elección no sea de obras, sino de aquel que
llama". La predestinación, ya que se basa en el propósito de Dios, no
puede basarse en la obra del hombre, ni su bien ni su mal, ni su fe ni su
incredulidad. Tanto la elección como la reprobación son incondicionales. La predestinación
es la elección soberana y libre de Dios. De hecho, la presciencia de Dios no es
una anticipación de eventos futuros. No tiene nada que ver con mirar en la
historia del hombre y ver lo que él o no hará. Romanos 8: 29-30 lo hace muy
claro. Leemos: «A los que antes conoció, también los predestinó para que se
conformaran a la imagen de su Hijo ... Además, a los que predestinó, también
los llamó; ya los que llamó, también los justificó; ya los que justificó, Ellos
también glorificó. Note que en estos versículos hay una cadena
ininterrumpida de eventos que Dios realiza. Él conoció de antemano a ciertos, y
esa misma gente también predestinó, llamó, justificó y glorificó. Aquellos a
quienes antes conoció son los que Él salva y trae a la gloria eterna. Por lo tanto,
el conocimiento previo no puede referirse a cierto conocimiento intelectual de
todos los hombres. Porque todos los hombres no son salvos y glorificados. Más
bien, se refiere al conocimiento que Dios tiene de su pueblo escogido, el único
que es salvo y glorificado.
Pero
este conocimiento previo del pueblo escogido de Dios tampoco es un mero
conocimiento intelectual. Las Escrituras nos enseñan que es un conocimiento muy
íntimo del amor. Cuando Dios conoce a su pueblo elegido, entonces Él los ama.
Los amaba antes de que nacieran. Así leemos en Amós 3: 2: "Sólo tú sabes
de todas las familias de la tierra ..." Ciertamente, como Omnisciente,
Dios conoce intelectualmente a todas las familias de la tierra. Pero Él conoce
solamente a su pueblo escogido (la familia de Dios) en amor. Cristo expresó
exactamente lo mismo cuando dijo: "Yo soy el buen pastor, y conozco mis
ovejas y soy conocido de los míos ... Yo doy mi vida por las ovejas" (Juan
10: 14-15). Mientras el mercenario conoce intelectualmente a las ovejas, no las
ama. Por lo tanto, cuando el lobo viene él huye. Pero, Cristo que conoce a su
pueblo elegido en amor, pone su vida por las ovejas. La presciencia de Dios,
entonces, es Su eterno amor por su pueblo elegido.
Es este
conocimiento eterno del amor que es la base de la elección. Dios no escogió a
nadie para la salvación y la gloria porque Él vio de antemano que ellos
creerían y se arrepentirían de sus pecados. Él los eligió soberanamente porque
los amó soberanamente en Cristo Jesús. Si volvemos a esa cadena inquebrantable
en Ro. 8: 29-30, entonces vemos que 'pre-conocimiento' es primero antes
'predestinó'. El pueblo de Dios es salvo y glorificado porque ellos han sido
predestinados para ese fin por Dios, y están predestinados a ese fin porque han
sido amados de Dios desde toda la eternidad. Así leemos: "El Señor no puso
su amor sobre vosotros, ni os escogió, porque habéis sido más numeroso que
ningún pueblo; Porque vosotros fuisteis el menor de todos. Pero porque el Señor
te amó ... el Señor te sacó con mano poderosa y te redimió ...
"(Deuteronomio 7: 7-8). Es la elección incondicional que está detrás de la
salvación. Es el amor soberano y eterno de Dios (presciencia) que está detrás
de la elección.
EL
AMOR SOBERANO DE DIOS
Puesto
que Dios es soberano en la predestinación y como esa predestinación se basa en
el conocimiento íntimo de Dios sobre el amor (presciencia), también debe ser
cierto que el amor de Dios es soberano. Su amor está tan vitalmente conectado
con la elección Divina, que debe ser tan soberano como la voluntad de Dios, tan
soberana como es Dios mismo. El amor de Dios no puede ser alguna emoción
impotente que quisiera ver a todos los hombres salvos, pero no tiene la fuerza
para lograr ese deseo. El amor de Dios debe ser un poder efectivo que no sólo
quiere la salvación de sus objetos (elección), sino que realmente los salva.
De
hecho, las Escrituras nos enseñan que el amor de Dios es un poder tan soberano
que siempre es un amor salvador. Es imposible que el amor de Dios no salve sus
objetos benditos. Leemos las palabras de Dios mismo: "Yo te he amado con
amor eterno; por tanto, te he atraído con misericordia". (Jeremías 31: 3).
El amor de Dios no se sienta mirando sus objetos ir al infierno y no hacer nada
al respecto. Si Dios te ama, entonces Él te salva. Su amor eterno es un poder
soberano poderoso que siempre le atrae sus objetos. Por eso dice, Debido a que
Él ama a Su pueblo, Él debe efectivamente sacarlos de su pecado y muerte y en
la gloria de Su salvación eterna. Su amor soberano no permitirá que su pueblo
sea condenado. No hay objetos de Su amor en el infierno en el tiempo presente,
ni habrá nunca ningún allí. ¡Cuán cruel sería Su amor si no quisiera salvar sus
objetos del infierno, y cuán débil si no pudiera salvar del infierno!.
Un amor
tan cruel y débil no es el amor de Dios. El apóstol Pablo dice: "Pero
Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, cuando
estábamos muertos en pecados, nos ha vivificado juntamente con Cristo ..."
(Efesios 2: 4-5). Dios acelera a Su pueblo, los hace espiritualmente vivos por
el poderoso poder de Su misericordia y gracia. ¿Pero por qué? ¿Por qué Dios les
da vida a ellos en lugar de dejarlos pudrirse en el abismo del infierno? Por
una sola razón: Él ama a su pueblo. Su amor no es algo débil e impotente que
llora sobre los pecadores perdidos en el infierno porque no puede hacer nada
para ayudar. El amor de Dios libera al pecador de la destrucción del infierno.
El
apóstol Juan está de acuerdo. Porque él declara: "Mira qué amor nos ha
dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios ..." (I Juan 3: 1).
Mira el amor de Dios, Mira su naturaleza es una maravilla tan soberana que hace
posible que los elegidos sean llamados hijos de Dios. Aquellos que son por
naturaleza los hijos de la ira pueden ser llamados hijos de Dios porque Dios
así ama. El soberano poder efectivo del amor de Dios realmente los hace Sus
hijos. En Su amor Él los entrega como lo hizo con Israel de antaño. Cuando
Israel era un niño, entonces lo amé, y llamé a mi hijo de Egipto." (Oseas
11: 1).
Así, no
puede ser que Dios ame a todos, puesto que el amor de Dios es soberano y por lo
tanto siempre es un amor salvador, sólo aquellos que experimentan la salvación
del Señor pueden ser los objetos de Su amor. Dios ama a su pueblo elegido, a
quien Él ha escogido para la salvación, pero su odio eterno y su ira permanecen
sobre el pecador reprobado. El Salmista declara: "El Señor prueba al
justo; más al impío y al que ama la violencia su alma aborrece" (Salmo 11:
5). El Señor odia no sólo los pecados de los malvados, sino también los
malvados. 'El insensato no se parará delante de tus ojos: tú aborreces a todos
los que obran iniquidad' (Salmo 5: 5). Su ira, no Su amor, permanece sobre
ellos para siempre (Salmo 7:11, Juan 3:36). Jacob, a quien Dios escogió en
Cristo antes de la fundación del mundo, es el objeto de todo el amor de Dios.
Pero Esaú, a quien Dios designó para la destrucción, es eternamente el objeto
de su odio. Dios dijo: "Yo he amado a Jacob, pero he odiado a Esaú".
(Malaquías 1: 1-3, Romanos 9:13). Así Dios no salva a Esaú, sino que lo deja en
su pecado y en los tormentos del infierno eterno.
El
hombre que va al infierno, entonces, no va allí a pesar del amor de Dios. Él va
allí sin el amor de Dios. Por otra parte el hombre que va al cielo va allí, no
por su voluntad o obras, sino por el soberano amor de Dios que siempre salva.
¡Qué bienaventurado consuelo para el hijo de Dios! El amor de Dios no lo deja
en el infierno, sino que lo recoge y lo libra de todo su pecado y muerte. Su
amor soberano no le permitirá ver la condenación. ¡Qué maravilloso amor! ¡Qué
poder efectivo! Por lo tanto, el pueblo de Dios debe regocijarse en "Dios,
nuestro Padre, que nos ha amado, y nos ha dado eterna consolación y buena
esperanza por medio de la gracia ..." (II Tesalonicenses 2:16). Ellos
deben regocijarse en el amor soberano de Dios.
EL
AMOR DE DIOS Y LA CRUZ
Puesto
que el amor de Dios no es una emoción indefensa, sino un poder efectivo que
siempre salva sus objetos, se sigue que también la muerte de Cristo en la cruz
es un poder soberano que realmente realiza la salvación del pueblo de Dios.
Porque el amor soberano de Dios se manifiesta en la cruz de Cristo. La muerte
sacrificial de Cristo es la demostración de cuánto Dios ama a Su pueblo. En la
cruz vemos el amor eficaz de Dios operando soberanamente. Así, el apóstol Juan
escribe: "En esto se manifestó el amor de Dios hacia nosotros, porque Dios
envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él" (I Juan 4: 9).
Si
quieres contemplar el amor de Dios en toda su maravilla, entonces debes mirar
la cruz. ¡Piénsalo! Dios amó a su pueblo de tal manera que dio a su Hijo
unigénito para que muriese por ellos, para que vivieran por él. Él envió a su
propio Hijo, que está en el mismo seno del Padre, ya quien Dios ama con un amor
perfecto e infinito. Tan grande, tan infinito, tan maravilloso es el amor de
Dios por Su pueblo que Él se entregó en Su Hijo en la cruz. Porque el apóstol
Pablo dice que la iglesia de Dios es la iglesia que él (Dios) ha comprado con
su propia sangre (Hechos 20:28).
Seguramente
entonces debemos ver que la muerte de Cristo en la cruz fue una parte del plan
eterno de Dios para la salvación de Su pueblo. La relación entre el amor de
Dios y la cruz es tan íntima, que es imposible que la cruz pueda ser algo
accidental o accidental. La muerte de Cristo no sucedió. La Cruz no fue forzada
a Dios por hombres malvados que pusieron sus corazones contra el Señor y Su
Ungido. ¡No nunca! Como la manifestación del amor infinito de Dios por Su
pueblo, la cruz es el corazón y el núcleo del propósito de salvación de Dios.
La cruz es el soberano que Dios usa para salvar a su amado pueblo del infierno.
Propuso deliberadamente que Cristo fuese crucificado y muerto por sus pecados.
Así que leemos: "Porque de verdad contra tu santo hijo Jesús, a quien has
ungido, tanto Herodes como Poncio Pilato, con los gentiles, y los hijos de
Israel, fueron reunidos para hacer todo lo que tu mano y tu consejo
determinaron Antes de ser hecho (Hechos 4: 27-28). Oh, en verdad, los hombres
perversos lo tomaron y lo crucificaron, pero todo fue hecho de acuerdo a la
buena y perfecta voluntad de Dios (Hechos 2:23). La cruz no fue una idea
posterior, ninguna contingencia, sino un acto soberano de Dios Todopoderoso que
hace todo Su buen placer. La cruz era la ejecución perfecta del decreto de
Dios. Así, en Apocalipsis 13: 8, a Cristo se le llama "el Cordero inmolado
desde la fundación del mundo". Él es el Cordero inmolado para nuestra
salvación ya en el eterno consejo de Dios.
Eso
significa que la cruz es un poder mismo: el poder soberano de Dios. Puesto que
Dios, por Su gran amor, envió a Cristo a morir por Su pueblo para que por Su
muerte tuviéramos vida, que la muerte debe salvar y dar vida a todos los
objetos del amor de Dios. La cruz no hace que la salvación sea posible para
todos, para que cualquiera pueda tenerla, si sólo la toman. La muerte de Cristo
realmente salva al pueblo elegido de Dios. Porque el Hijo del hombre ha venido
a buscar ya salvar lo que se había perdido (Lucas 19:10). En Su muerte en la
cruz Cristo no se limitó a proveer provisión para la salvación. En realidad
obtuvo la salvación. Así leemos: "Ni por la sangre de los machos cabríos
ni por los becerros, sino por su propia sangre entró una vez en el lugar santo,
habiendo obtenido eterna redención para nosotros" (Hebreos 9:12). Es el
mismo poder que salva. El apóstol enseña que cuando dice: "Pero nosotros
predicamos a Cristo crucificado, a los judíos un escollo, ya los griegos la
necedad; Sino a los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo el poder de
Dios y la sabiduría de Dios " (I Corintios 1: 23-24). De hecho,
"Cristo crucificado" es el "poder de Dios", el soberano
poder efectivo de Dios que realmente salva a Su pueblo de todo pecado. Dios ama
a su pueblo, Cristo ha muerto por ellos, seguramente entonces, todos serán
salvos.
REDENCIÓN
PARTICULAR
Puesto
que el amor soberano de Dios es particular (sólo para los elegidos), y puesto
que la cruz (el poder real de Dios que asegura la salvación) es el
sobresaliente trabajo de ese amor, la expiación de la cruz debe limitarse
necesariamente a El amado pueblo escogido de Dios. La redención que Cristo
mereció en la cruz es para un grupo particular y definido de personas. Se
limita a los que Dios ama ya los que ha escogido para la salvación desde antes
de la fundación del mundo. Cristo no murió por todos. Él murió por los elegidos
de Dios y por ellos solo. Puesto que la elección de Dios es soberana y como su
amor es soberano, debe ser verdad. Dios no tiene que proveer para la salvación
de todos y luego esperar al hombre para hacer la elección. Si eso fuera cierto,
entonces Él no sería soberano. La expiación ilimitada es inconsistente con la
soberanía de Dios. Hace al hombre soberano más que a Dios, pero Dios es
soberano. Él está realizando soberanamente Su plan de salvación.
Por lo
tanto, Él envió a Cristo a morir, no para todos, sino sólo a aquellos a quienes
Él tenía la intención de salvar. Esto es exactamente lo que Jesús mismo nos
enseña. Él dice, 'Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas, y soy conocido de
los míos. Como el Padre me conoce, así también yo conozco al Padre, y doy mi
vida por las ovejas (Juan 10: 14-15). Cristo es el Buen Pastor y su pueblo (a
quien conoce y que lo conoce) son sus ovejas. Él da su vida por las ovejas. Él
no murió por todos, porque Él deja muy claro que muchos no son Sus ovejas. En
el versículo 26 del mismo capítulo dice: "Pero no creéis, porque no sois
de mis ovejas ..." Los malvados que no conocen a Cristo no creen en Él
porque no son sus ovejas. Para ellos, Cristo no murió. Murió solo por las
ovejas. Según el apóstol Pablo, las ovejas constituyen la iglesia de Cristo.
Exhorta a los ancianos de la iglesia: "Mirad, pues, a vosotros mismos ya
todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha puesto por capataces, para
alimentar la iglesia de Dios que él ha comprado con su propia sangre"
(Hechos 20:28). Dios en Cristo ha comprado la Iglesia con su preciosa sangre.
No ha comprado toda la humanidad, no los elegidos y los reprobados. Él derramó
Su sangre para comprar redención solamente para Su Iglesia. Esto está muy bien
dicho en Ef. 5. Leemos: "Maridos, amad a vuestras mujeres, como también
Cristo amó a la Iglesia, y se dio a sí mismo por ella" (Efesios 5:25).
Cristo amó a su Iglesia desde antes de la fundación del mundo y por lo tanto se
dio a sí mismo, dio su vida en la cruz, por ella. Note que tenemos el amor de
Cristo y la cruz de Cristo conectados en este pasaje. Así como el amor de
Cristo es particular (sólo para los elegidos), así también su muerte expiatoria
es particular. El alcance limitado de la expiación es confirmado por Romanos 8
donde se nos dice, en términos inequívocos, que Cristo murió por los elegidos.
El apóstol dice: "El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó
por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?"
(Romanos 8:32). ¿Y quiénes son estas personas por las cuales Cristo fue
entregado? ¿Quiénes son los "todos nosotros"? Encontramos la
respuesta en los versículos 33 y 34, '¿Quién acusará a los escogidos de Dios?
Es Dios quien lo justifica. Es Cristo quien murió, más bien, que resucitó, que
está a la diestra de Dios, que también intercede por nosotros. Ellos son los
elegidos de Dios, el pueblo elegido de Dios nunca tiene que temer la
condenación, no de Cristo y no de Dios. Porque Cristo murió por ellos y por esa
muerte Dios los justifica. Ese es el poder de la cruz.
Los
malvados que no conocen esta justificación y que están condenados al infierno
para siempre, no pueden ser incluidos en la obra expiatoria de Cristo en la
cruz. Si lo fueran, entonces no habría fundamento para su condena. ¿Por qué
deben ser condenados por sus pecados, si Cristo pagó por esos pecados en la
cruz? No, Cristo no murió por ellos. Cristo murió por los elegidos de Dios.
Además, esa obra de la cruz es tan soberana que nada podrá jamás condenar al pueblo
de Dios. Nada podrá jamás separarlos del amor de Dios manifestado en Cristo en
la cruz (Romanos 8: 35-39). Así dice nuestro Señor: 'Y les doy vida eterna; Y
nunca perecerán, ni alguno los arrancará de mi mano (Juan 10:28). De hecho,
"El (Cristo) verá a su descendencia (los elegidos) ... Él verá del trabajo
de su alma, y será satisfecho." (Isaías 53: 10-11).
REGENERACIÓN
Dios es
soberano, Él es soberano en todo Su ser. Eso significa que Su voluntad es
soberana. Es tan soberano que Él solo determina, por elección y reprobación, el
destino de cada hombre. El factor decisivo en la salvación es la voluntad de
Dios y no la voluntad del hombre. Además, porque la voluntad de Dios es
soberana, también lo es su amor que está detrás de la elección soberana. Es tan
soberano que aquellos que son los objetos de ese bendito amor ciertamente son
salvos. La muerte de Cristo, como el trabajo eficaz y la manifestación de ese
amor, en realidad asegura la salvación de su pueblo elegido. Ahora bien, como
todo esto es cierto, se deduce que la aplicación de esta salvación es también
la soberana obra de Dios. Puesto que Dios determina a quien salvará, ya que ama
a ese pueblo escogido y envía a Cristo a morir para asegurar su salvación, Él
también debe realizar soberanamente esa salvación en sus corazones y vidas. Es
inconcebible que Dios planee soberanamente nuestra salvación, obtenga
objetivamente esa salvación a través de la muerte predestinada de Su Hijo
unigénito, y luego deje al hombre la apropiación de esa salvación en y de sí
mismo. No, puesto que Dios lo planeó, Él solo lleva a cabo ese plan. Él aplica
soberanamente la salvación al pecador elegido. Vemos esto ya en el primer acto
de salvación que Dios realiza en el pecador, escogido y amado por Él.
La
regeneración, el nuevo nacimiento, no es la obra del hombre, sino la soberana
obra del Todopoderoso. La regeneración es la poderosa obra del Dios soberano
por la cual Él, aparte de cualquier voluntad o obra del hombre, da vida al
pecador elegido pero espiritualmente muerto. Así leemos en Ef. 2: 4-6:
"Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó,
cuando estábamos muertos en pecados, nos ha vivificado juntamente con Cristo,
por gracia sois salvos; Nos resucitaron y nos hicieron sentar juntos en los
lugares celestiales en Cristo Jesús". Por naturaleza estamos
espiritualmente muertos, pero en regeneración Dios lo hace vivo. La
regeneración es una resurrección espiritual de la muerte espiritual. Dios da
vida a aquellos que antes estaban absolutamente desprovistos de vida:
"muertos en pecados". Así como la resurrección del cuerpo es un
poderoso acto de Dios, así también la regeneración, como una resurrección
espiritual, sólo puede tener lugar por la maravillosa y poderosa obra de la
gracia soberana de Dios. Un cadáver podrido en la tumba no puede elevarse,
porque no hay vida en él. Es imposible que un hombre físicamente muerto haga
algo. Los muertos espirituales tampoco pueden hacer nada para contribuir a su
regeneración. Esto se demuestra además por el hecho de que la regeneración no
es nada menos que la implantación de un nuevo corazón. En la profecía de
Ezequiel leemos: "También te daré un corazón nuevo, y pondré dentro de ti
un espíritu nuevo; y quitaré de tu carne el corazón de piedra, y te daré un corazón
de carne" (Ezequiel 36:26).
Por
naturaleza, el pecador muerto tiene un corazón tan duro como una roca. No es
receptivo a la Palabra de Dios. No ama a Dios ni busca caminar en los
mandamientos de Dios. Pero en la regeneración, Dios extrae soberanamente ese
corazón de piedra y da, en cambio, un corazón de carne, un corazón que es suave
y receptivo. Como el Gran Médico, Él implanta en el pecador elegido, por Su
Espíritu, un corazón que lo ama y busca ser obediente a todos Sus estatutos.
Aparte de ese nuevo corazón es imposible que el pecador se aparte de sus
pecados y, por la fe, busque al Dios verdadero y vivo.
Por lo
tanto, la regeneración no puede estar condicionada a la voluntad o al trabajo
del hombre. No puede ser que la fe y el arrepentimiento precedan a la
regeneración y por lo tanto son condiciones que deben ser cumplidas antes de
que Dios pueda regenerarnos. Tanto la fe como el arrepentimiento son imposibles
aparte del nuevo nacimiento. Si un hombre tiene fe es porque Dios ya lo ha
regenerado. La fe es el fruto de la regeneración y no al revés. El apóstol Juan
describe a los creyentes nacidos de nuevo como aquellos "que nacieron, no
de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de
Dios" (Juan 1:13). ¿Un bebé recién nacido ayuda a su madre a salir
adelante en el parto? ¿O contribuye de algún modo a su propia concepción? Por
supuesto no. Tampoco el hombre contribuye al nuevo nacimiento que Dios da.
Pablo nos instruye: "No por obras de justicia que hemos hecho, sino por su
misericordia nos salvó, mediante el lavamiento de la regeneración y la
renovación del Espíritu Santo" (Tito 3: 5).
Un
hombre nace en la familia de Dios por un solo acto soberano de Dios. La nueva
vida de la regeneración no tiene su origen en la sangre (descendencia física),
ni tiene su origen en la voluntad de la carne (los deseos naturales del
cuerpo). De hecho, esta vida no puede atribuirse a la voluntad del hombre en
absoluto. Tiene su origen en Dios solamente. La regeneración nunca es el resultado
de la elección del hombre. De hecho, es cierto que: "Si el hombre no nace
de nuevo, no puede ver el reino de Dios" (Juan 3: 3). Pero ¿cómo es que un
hombre nace de nuevo? El apóstol Pedro dice que es Dios quien nos ha engendrado
de nuevo a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los
muertos (I Pedro 1: 3). El pueblo de Dios es regenerado por la poderosa y viva
palabra de Dios "Nacidos de nuevo, no de semilla corruptible, sino de
incorruptible, por la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre"
(I Pedro 1:23). La regeneración es la obra soberana de Dios. Sólo él puede dar
vida eterna a los muertos por su palabra viva.
DEPRAVACION DEL HOMBRE
La
necesidad de la soberanía de Dios en la regeneración (y en toda la salvación) se
demuestra especialmente por la total depravación del hombre. El hombre es
absolutamente incapaz de salvarse a sí mismo. No tiene ni la voluntad ni el
poder para cambiar su corazón perverso. Así, el profeta pregunta: "¿Puede
el etíope cambiar su piel, o el leopardo sus manchas? Entonces hagáis también
bien, que están acostumbrados a hacer el mal (Jeremías 13:23). Así como el
etíope no puede cambiar el color de su piel negra, así como el leopardo no
puede eliminar la negrura de sus manchas, así también el hombre no puede
cambiar el carácter malvado de su corazón y voluntad y mente. El hombre nace en
este mundo con un corazón perverso y una naturaleza corrupta. Sin la soberana
obra de Dios, ese corazón y la naturaleza nunca pueden ser hechos de blanco y
buenos, limpios y puros, justos a los ojos de Dios. Además, la depravación de
la naturaleza del hombre es total. No sólo se extiende a la totalidad de su
ser, sino que lo hace totalmente incapaz de cualquier bien. Así, el
apóstol escribe: "Como está escrito: No hay justo, ni aun uno. No hay
quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos ellos han salido del camino,
juntos se han vuelto inútiles; No hay quien haga el bien, no, no uno (Romanos
3: 10-12).
Muchas
veces nos puede parecer que el hombre natural realiza algo bueno. Pero el
juicio de Dios es claro: "No hay quien haga el bien, no, no uno". Es
completamente imposible para el hombre natural hacer algo bueno. El hombre
natural no puede ni siquiera busca a Dios. Más bien, es un rebelde que se opone
a Dios y al reino de Dios. Es un esclavo del pecado que no puede hacer otra
cosa que pecar. Él es ciego en su entendimiento y perverso en sus juicios. En
todos sus caminos imita a su padre espiritual, el diablo. Incluso su voluntad
está esclavizada a la voluntad de Satanás. Este Jesús nos enseña cuando dice:
'Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre lo
haréis (literalmente' haré ') (Juan 8:44). Así, el hombre natural de hecho odia
a Dios ya su Hijo ungido. Está tan lejos de querer y buscar la salvación en el
único Dios verdadero que ama las tinieblas antes que la luz. 'Y esta es la
condenación, que la luz ha venido al mundo, y los hombres amaron las tinieblas
antes que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace
el mal aborrece la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no sean
reprendidas. (Juan 3: 19-20). De hecho, como nos enseñan las Escrituras, el
hombre natural está "muerto en sus pecados y en la incircuncisión de su
carne". (Colosenses 2:13).
Esta corrupción
de nuestra naturaleza heredamos de nuestros padres. Como resultado de su
pecado, la naturaleza de Adán se hizo malvada, y esa maldad es transmitida de
una generación a otra. Nacemos pecadores. Somos corruptos en la naturaleza,
incluso antes de cometer cualquier pecado personal. Todos debemos decir con
David: 'He aquí, fui formado en iniquidad; Y en pecado me concibió mi madre
(Salmo 51: 5). De hecho, incluso aparte de nuestra naturaleza corrupta, somos
pecadores culpables porque Dios nos considera culpables del primer pecado de
Adán en el paraíso. Así dice el apóstol Pablo: "Por tanto, como por un
solo hombre entró el pecado en el mundo, y la muerte por el pecado; Y así pasó
la muerte a todos los hombres por cuanto todos pecaron (Romanos 5:12). El
pecado de nuestro padre Adán nos es imputado. Somos tan culpables de comer el
fruto prohibido como él es. Esta es nuestra condición y estado por naturaleza.
Por lo
tanto, ¿cómo es posible que el hombre contribuya a su regeneración por su
voluntad o por sus obras? Aparte de la gracia soberana de Dios, somos pecadores
corruptos y culpables que no pueden ni cambiarán nuestros corazones duros.
Aparte de Dios, nuestra voluntad y nuestras obras sólo contribuyen más a
nuestra deuda. Aparte de Dios, somos hijos del diablo que merecen ser
condenados junto con él y sus malvados ángeles. Aparte de Dios, no podemos
hacer nada que sea agradable a Su vista. Aparte de Dios, la salvación es
imposible. Somos como huesos secos en medio de un valle-huesos que no pueden y
no pueden vivir, huesos sin carne sobre ellos, huesos sin el aliento de vida.
Sin embargo, todo el pueblo de Dios vive porque Dios, en Su gracia
regeneradora, les da soberanamente esa vida. Él les dice: "O huesos secos,
escuchen la palabra del Señor. Así ha dicho Jehová el Señor a estos huesos; He
aquí yo haré entrar en vosotros el aliento, y viviréis; y pondré sobre vosotros
nervios, haré carne sobre vosotros, os cubriré de piel, y pondré espíritu en
vosotros, y viviréis; Y sabréis que yo soy el Señor. (Ezequiel 37: 4-6). Lo que
los pecadores no pueden hacer, Dios lo hace.
EL
LLAMADO DE DIOS
Cuando
Dios imparte Su gracia regeneradora a un hombre, ese hombre es soberanamente
cambiado en la profundidad de su ser. El que una vez fue muerto
espiritualmente, resucitó de entre los muertos. Él es nacido de nuevo de
arriba. Aquel que una vez ni siquiera pudo "ver el reino de Dios"
(Juan 3: 3) se le dan ojos para ver, oídos para oír, y un corazón para entender
las cosas de Dios y Su reino. En la regeneración, Dios imparte el poder
espiritual que permite al hombre buscar, conocer y abrazar a Cristo y todos sus
beneficios.
Eso no
significa, sin embargo, que el hombre finalmente está solo, que ya no necesita
a Dios. La salvación está tan totalmente en manos de Dios que incluso después
de la regeneración un hombre no llega a la fe y el arrepentimiento sin una obra
posterior de Dios. Si el pecador regenerado y elegido debe llegar a la
conversión ya la conciencia de su salvación, Dios debe llamarlo soberanamente y
salvajemente a tal actividad espiritual que sus ojos ven, sus oídos oyen y su
corazón entiende las cosas de Dios.
Así el
apóstol nos enseña que el llamado salvador de Dios es un eslabón esencial en la
cadena inquebrantable de la salvación. Dice: "Y a los que predestinó, los
llamó; y a los que él llamó, los justificó; ya los que justificó, los
glorificó" (Romanos 8:30). Así como un hombre debe ser predestinado para
ser salvo, también debe ser llamado. Porque el pueblo de Dios son los que
manifiestan las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz
maravillosa (I Pedro 2: 9).
Todo
verdadero hijo de Dios ha sido llamado de las tinieblas del pecado y de la
muerte a la luz gloriosa de la salvación de Dios. Sin este llamado salvador de
Dios, es absolutamente imposible que alguien lo invoque para salvación. Porque
no es el llamado del hombre a Dios que es el primero en la salvación, sino el
llamado de Dios al hombre. De hecho, el hombre debe invocar a Dios para la
salvación. El apóstol dice: "Porque cualquiera que invocare el nombre del
Señor será salvo" (Romanos 10:13). Sin embargo, el apóstol pregunta:
"¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán en aquel
a quien (literalmente) no han oído? ¿Y cómo oirán sin predicador? (Romanos
10:14). Si el pecador elegido debe ser salvo, debe invocar a Dios. Lo hace, sin
embargo, sólo por la fe en Jesucristo.
Debe
creer primero, sin fe es imposible invocar a Dios. Pero esa fe en Cristo viene
solamente por el camino de oír el llamado de Cristo. El pecador electo y
regenerado debe oír la voz de Cristo llamarlo de las tinieblas a la luz
maravillosa. Cristo, como el Buen Pastor de sus ovejas, llama a Su pueblo a Sí
Mismo. Dice que "llama a sus propias ovejas por su nombre, y las
conduce" (Juan 10: 3). Cristo mismo habla a su pueblo y llama la fe y el
arrepentimiento de sus corazones regenerados.
Este
llamado de Dios en Cristo a Su pueblo elegido es un llamado poderoso y eficaz
que no puede ser resistido. Es un llamado interno que se dirige al corazón
regenerado y que siempre da fruto. Ellos oyen la Palabra viva del Dios Viviente
y esa Palabra hace exactamente lo que Dios quiere que haga. Así dice Dios:
"Así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que
cumplirá lo que yo quiero, y prosperará en aquello a donde la envié"
(Isaías 55:11). Cuando Cristo llama a las ovejas oyen Su voz, y como
resultado de la poderosa operación de ese Verbo Divino, en fe siguen a su
Pastor. Jesús dice: "Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y ellas me
siguen" (Juan 10:27).
El
llamamiento irresistible de Dios, por otra parte, viene a través de la
predicación externa del evangelio. La última pregunta de Romanos 10:14 es:
"¿Y cómo oirán sin predicador?" El pecador regenerado no escucha el
llamado de Cristo, sino a través de la predicación del evangelio. La respuesta
del pecador regenerado de fe, arrepentimiento, obediencia y amor es siempre una
respuesta al llamado del evangelio. Así, el apóstol puede exclamar: "Pero
debemos dar siempre gracias a Dios por vosotros, hermanos amados de Jehová,
porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la
santificación del Espíritu y la fe de la verdad: Tú por nuestro evangelio, a la
obtención de la gloria de nuestro Señor Jesucristo " (II Tesalonicenses 2:
13-14).
Eso,
sin embargo, no significa que este llamado sea de alguna manera el trabajo del
hombre. El predicador trae la Palabra de Dios que tan toca el corazón
regenerado, que viene la fe y el arrepentimiento, y sin embargo, no es la obra
del predicador ni la obra del pecador regenerado. Es toda la obra de Dios. Es
la llamada soberana de Dios. Porque Dios es el Dios que nos ha salvado, y nos
ha llamado con un santo llamamiento, no conforme a nuestras obras, sino
conforme a su propósito y gracia, que nos fue dada en Cristo Jesús antes de que
comenzara el mundo (II Timoteo 1: 9). El hombre no llama primero a Dios, sino
que Dios llama al hombre. No por algo que el hombre es o hace, sino en perfecta
armonía con Su propósito de predestinación y abundante gracia. Él, por medio de
la predicación, llama soberanamente a su pueblo elegido: "Venid a mí todos
los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar" (Mateo
11:28). Ellos, por Su gracia, oyen en esas Palabras la voz de su Salvador y van
a Él, ellos siguen a Cristo. Porque "Dios es fiel, por quien fuisteis
llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo nuestro Señor" (I Corintios
1: 9). El Dios que promete salvar a su pueblo llama desde sus corazones la fe
que los une a Cristo para el disfrute de su compañerismo para siempre.
SALVADO
POR FE
Cuando
Dios soberanamente regenera al pecador elegido y lo llama por Su Palabra y
Espíritu, ese pecador siempre llega a una fe verdadera y salvadora. Puesto que
en la regeneración Dios le da vida espiritual y que por el llamado salvador
Dios lo llama irresistiblemente a la fe, él debe creer. Es imposible para él no
creer. Un corazón regenerado que escucha el llamado de Cristo siempre cree en
Cristo. Así, la fe es una parte esencial de la salvación Nadie puede ser
salvo sin fe. Leemos: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna; y el que
no cree al Hijo, no verá la vida; Pero la ira de Dios permanece sobre él (Juan
3:36). Si crees, tienes vida eterna Si no creen, no tienen nada de vida eterna.
Así Jesús predicó: "... arrepentíos, y creed en el evangelio" (Marcos
1:15). Así también Pablo y Silas predicaron: "Cree en el Señor Jesucristo,
y serás salvo, y tu casa" (Hechos 16:31). No hay salvación sin la fe
salvadora.
Debido
a que las Escrituras aclaran que es deber de todos los hombres creer en Cristo,
la mayoría de la gente asume que la fe es parte del hombre en la salvación. Los
evangelistas modernos exclaman que la fe es una condición de salvación que el
hombre debe cumplir antes de que Dios lo salve. Ellos nos dicen que Dios quiere
salvarnos, pero no puede hacerlo hasta que creamos primero. Dios ha hecho todo
lo necesario para nuestra salvación. Él está listo para regenerarnos, listo
para darnos Su gracia, listo para perdonar nuestros pecados; Pero todo eso
depende de nuestra fe. Oh, sí, Dios hace todo en la salvación. Somos
salvos solamente por Su gracia. Pero esta cosa es dejada al hombre. Primero
debemos creer. Dios no puede y no hará eso por nosotros. Toda la gracia
salvadora de Dios espera el acto de fe del hombre.
Todo
esto, sin embargo, es contrario a la enseñanza de la Sagrada Escritura. La fe
es tanto la obra soberana de Dios como todo el resto de la salvación. Esto se
puede ver por el hecho de que el hombre no regenerado no puede creer en Cristo.
¿Cómo puede un hombre que está "muerto en delitos y pecados" (Efesios
2: 1), ¿tiene fe en Cristo? Los espiritualmente muertos no tienen vida
espiritual, ni poder espiritual, para creer. Jesús dice: "Nadie puede
venir a mí, si el Padre que me envió no lo trajere ..." (Juan 6:44).
Ningún hombre, de sí mismo, tiene la capacidad de ir a Cristo en la fe. Eso es
totalmente imposible. Sólo cuando Dios nos atrae soberanamente por Su gracia
irresistible tenemos verdadera fe que busca a Cristo.
Así, la
fe no es obra del hombre, sino obra de Dios. Las Escrituras nos enseñan que el
pueblo de Dios 'cree, según el poder de su poder (de Dios)'. (Efesios 1:19). La
fe, entonces, no es el regalo del hombre a Dios, sino el regalo de Dios al
hombre. El hombre naturalmente no tiene fe. Si Dios no se lo da, no tiene
ninguno. Así el apóstol Pablo declara: "Porque por gracia sois salvos por
la fe; Y eso no de vosotros: es don de Dios: No de obras, para que nadie se
gloríe (Efesios 2: 8-9). La fe no es de nosotros mismos. No es el trabajo del
corazón y la voluntad no regenerados. La fe es el don de Dios que Dios concede
a su pueblo elegido por gracia. Esto es confirmado por las palabras del apóstol
a los creyentes de Filipos. Dice: "Porque a vosotros se da en el nombre de
Cristo, no sólo para creer en él, sino también para sufrir por él".
(Filipenses 1:29).
La fe
es tomada tan lejos de las manos del hombre que las Escrituras lo atribuyen a
nada menos que a Jesucristo mismo. Leemos en He. 12: 2 "Mirando a Jesús el
autor y consumador de nuestra fe ..." El hombre no es el autor de su
propia fe. Jesucristo es. Él es la fuente de toda fe porque fue Él solo quien
mereció fe por todo Su pueblo por Su muerte en la cruz. Así es Él quien
comienza la fe trabajando en los corazones de Su pueblo. Él es el que hace que
la fe crezca y se desarrolle hasta que la haya llevado a su fin, su perfección
en gloria. No es de extrañar que se pueda decir de Cristo: "Y el Señor
añadía a la iglesia todos los días, como los que debían ser salvos".
(Hechos 2:47). Es Cristo quien recoge a sus elegidos fuera del mundo al obrar
la fe en sus corazones y así los añade a su Iglesia.
Que la
fe es la obra soberana de Dios se demuestra sin lugar a dudas por el hecho de
que la elección divina es la fuente última de fe. Aparte de la elección nadie
puede creer. Aunque los impíos se niegan a creer debido a sus propios corazones
perversos, la causa soberana de la incredulidad es la reprobación. Jesús nos
enseña esto cuando dice: "Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis
ovejas ..." (Juan 10:26). Estas personas a quienes Jesús habló no creyeron
porque ellos no estaban en las ovejas de Cristo, su pueblo escogido. Por otro
lado, cuando una persona cree que es sólo porque es uno de los elegidos de Dios.
Leemos en Hechos 13:48, '... y creyeron todos los que fueron ordenados para
vida eterna.' Puesto que la fe es el don de Dios, obviamente Él la da a
aquellos a quienes Él escogió para la salvación. A los elegidos se les da fe
para que sean verdaderamente salvos como Dios ha planeado. Así, todos los que
creen en el Señor Jesucristo deben reconocer que han "creído por la
gracia" (Hechos 18:27), la gracia soberana de Dios.
CONVERSIÓN
Cuando
Dios opera soberanamente la fe salvadora en el corazón del pecador regenerado,
el resultado es que el pecador se convierte. La fe salvadora es de tal
naturaleza que la conversión es siempre su fruto. La conversión es fe en la
operación. Es imposible tener fe verdadera sin volverse también de sus pecados
a Dios.< La conversión es un giro espiritual y ético. Así se podría
decir de los creyentes de Tesalónica que se convirtieron de la idolatría, '...
vosotros habíais vuelto a Dios desde los ídolos para servir al Dios vivo y
verdadero.' (1 Tesalonicenses 1: 9). La conversión es una vuelta de Satanás a
Dios. Es un desvío del reino de las tinieblas a la luz del reino de Jesucristo.
Es una vuelta de una vida de maldad y pecado a una vida de justicia. En la
conversión el creyente se arrepiente de sus pecados. Cambia de opinión acerca
de su pecado y, por lo tanto, también de su vida. Él ve que es un pecador, está
lleno de dolor por sus pecados, de modo que finalmente abandona su pecado.
Aunque el creyente en esta vida es siempre un pecador, él está cambiando
diariamente de sus pecados a Dios.
La
conversión, como la fe, es una parte esencial de la salvación. Jesús dijo: 'De
cierto os digo que si no os convertísteis, y fuereis como niños, no entraréis
en el reino de los cielos' (Mateo 18: 3). Así, tanto en el Antiguo Testamento
como en el Nuevo, el mandamiento a ser convertido se presenta como una parte
importante de la predicación del evangelio. Dios, por medio del profeta
Ezequiel, exige: 'Arrepentíos, y convertíos de todas vuestras transgresiones;
Así la iniquidad no será tu ruina. (Ezequiel 18:30). El apóstol Pedro predicó
el día de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros
pecados sean borrados, cuando vengan de la presencia del Señor tiempos de
reposo" (Hechos 3:19). Nadie entra en el reino de Dios sin prestar
atención a la orden de arrepentirse y convertirse.
Pero
ese mandato no significa que el hombre, de sí mismo, tenga la capacidad de
convertirse a sí mismo. La conversión no es obra del hombre. Así como es
imposible para el hombre, aparte de la gracia, creer, así que es imposible que
él se arrepienta y se vuelva de sus pecados. La conversión es obra de la gracia
de Dios sola. Esta es la experiencia de todo verdadero hijo de Dios. Así oímos
al pueblo de Dios clamar a Dios: "Volveme, y yo me volveré; Porque tú eres
el Señor mi Dios (Jeremías 31:18). Si el Señor Dios no apartare a un hombre de
sus pecados, no habrá conversión. Si, sin embargo, Dios lo vuelve, de hecho se
volverá. El salmista dice así: "Volveos, oh Jehová Dios de los ejércitos,
haz resplandecer tu rostro; Y seremos salvos (Salmo 80:19). Sólo somos salvos
cuando Dios vuelve Su rostro resplandeciente de amor y gracia sobre nosotros y
por ese amor y gracia realmente nos convierte de nuestros pecados a Sí Mismo.
Que la
conversión es la obra soberana de Dios se demuestra aún más por el hecho de que
si Dios retiene Su gracia y endurece a una persona, no puede haber conversión.
El apóstol Juan citando al profeta Isaías dice de Dios: "Él les cegó los
ojos, y endureció su corazón; Para que no vean con sus ojos, ni entiendan con
su corazón, y se conviertan, y yo los sane (Juan 12:40). Dios, en Su santidad y
justicia, ciega los ojos y endurece el corazón de los reprobados para que no se
conviertan y no puedan ser convertidos. Leemos de Dios: "Por tanto, tiene
misericordia de quien él quiere, y él endurece" (Romanos 9:18). La
conversión depende en última instancia de la elección soberana de Dios. Él
endurece o muestra misericordia.
Lo
mismo sucede con el arrepentimiento. Ningún hombre puede arrepentirse de sus
pecados sin la poderosa obra de la gracia. Cuando los judíos oyeron que Dios
salvó también a los gentiles, dijeron: "Entonces Dios también a los
gentiles concedió arrepentimiento para vida" (Hechos 11:18). Al igual que
la fe, el 'arrepentimiento para la vida' es algo que Dios debe
"conceder" a un hombre, si es que lo tiene. No puede arrepentirse de
su propia fuerza. Pablo exhortó a Timoteo, 'Y el siervo del Señor no debe
esforzarse; Sino que sean mansos con todos, aptos para enseñar, pacientes, con
mansedumbre instruyendo a los que se oponen a sí mismos; Si por ventura Dios
les da arrepentimiento para reconocer la verdad ... "(II Timoteo 2:
24-25). Tanto es el arrepentimiento la obra de Dios, que el apóstol Pedro pudo
predicar, 'Él (Cristo) ha exaltado Dios con su diestra para ser Príncipe y
Salvador, para dar arrepentimiento a Israel y perdón de pecados'. (Hechos
5:31). Israel (el escogido de Dios) se arrepiente y sólo es perdonado porque
Dios le da arrepentimiento a través del exaltado Salvador. Las Escrituras son
claras. Nadie se convierte de sus pecados a Dios, sino por gracia soberana.
JUSTIFICACIÓN
La
justificación por la fe es una de las mayores bendiciones de la salvación que
disfruta el creyente. Ser justificado significa que uno es declarado justo ante
el tribunal de Dios. A pesar de que es un pecador que todos los días rompe la
santa ley de Dios, su estado legal es de justicia perfecta. En la justificación
se considera que el hombre está libre de toda culpa y condenación. De hecho,
Dios lo considera tan justo como si nunca hubiera pecado y como si siempre
hubiera guardado Sus mandamientos perfectamente.
Debe
ser evidente que esta bendición de salvación no tiene absolutamente nada que
ver con la voluntad y las obras del hombre. Las Escrituras nos enseñan que es
Dios quien justifica, y quien lo hace por Su gracia soberana. El profeta Isaías
escribe: "Ciertamente, se dirá que en Jehová tengo justicia y fuerza ...
En el SEÑOR será justificada toda la descendencia de Israel, y se gloriarán"
(Isaías 45: 24-25). Toda nuestra justicia está 'en el SEÑOR.' No nos
justificamos. Esto es lo que el apóstol Pablo enseñó a los cristianos de
Galacia cuando dijo: "... el hombre no es justificado por las obras de la
ley ... porque por las obras de la ley ninguna carne será justificada".
(Gálatas 2:16). La justificación es totalmente obra de Dios Todopoderoso. Si
Dios no nos justifica, entonces nada de lo que pensamos, decimos o hacemos
puede hacernos justos ante la perfección de Su justicia.
La
naturaleza misma de la justificación misma nos enseña que es totalmente
imposible que esta bendición sea obra del hombre. Porque la justificación
significa que el pecador es declarado justo. Cuando Dios nos justifica,
justifica a un pueblo que es en sí un pueblo perverso. Así, el apóstol Pablo
nos dice que Dios "justifica a los impíos" (Romanos 4: 5). Cuando
Dios justifica al pecador, Él perdona su pecado, el pecado que lo hace digno de
condenación. El hombre es injusto, no es justo; Pero Dios no cuenta su pecado
contra él. Esta es la maravilla de la justificación, David lo dijo así:
"Bienaventurado el hombre a quien el Señor no imputa la iniquidad, y en
cuyo espíritu no hay engaño" (Salmo 32: 1,2),. En la justificación Dios
puede decir a Su pueblo: "Aunque vuestros pecados sean como la grana,
serán blancos como la nieve; Aunque sean rojos como el carmesí, serán como la
lana (Isaías 1:18)
Por
otra parte, no es el caso que Dios simplemente pasa por alto el pecado. ¡Oh no!
La causa divina de la justificación no se ve tan claramente como en el hecho de
que Dios envió a su propio Hijo para justificar a su pueblo a través de su
muerte en la cruz. Alguien debe pagar por el pecado de los elegidos. Que
Alguien es Dios mismo por Jesucristo nuestro Señor, El fundamento de la justificación
es la sangre de Cristo. Los pecados del pueblo de Dios son borrados en la
sangre del Cordero. Por lo tanto, Dios podría decir acerca de Cristo:
"Verá del trabajo de su alma, y será satisfecho: por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos; Porque llevará sus iniquidades (Isaías 53:11), De
hecho, el hombre es "justificado por su sangre" (Romanos 5: 9). A
pesar de que el creyente merece ser condenado para siempre, Cristo llevó esa
condenación para poder estar libre de toda condenación. Él quitó los pecados de
Su pueblo y les dio Su propia justicia en su lugar. En ese momento en que
Cristo murió en la cruz, Su pueblo fue objetivamente justificado.
Puesto
que la única base de la justificación es la muerte de Cristo, ni siquiera
podemos atribuirla a la fe. En verdad, somos justificados por la fe. 'Abraham
creyó a Dios, y le fue contado por justicia' (Romanos 4: 3). Pero eso no
significa que nuestra fe sea nuestra justicia. Eso no puede ser, porque nuestra
fe es débil e imperfecta. Nuestra justicia es Jesucristo. El apóstol dice:
"Cristo Jesús, que de Dios nos ha sido hecho sabiduría, y justicia
..." (I Corintios 1:30). La fe es el medio de justificación ordenado por
Dios y dado por Dios, pero no su base. Por fe estamos unidos a Cristo y
participamos de Su muerte y resurrección, Su justicia y vida. Por la fe
experimentamos subjetivamente la bendición de la justificación. Pero esa fe no
puede ser el fundamento de la justificación.
Hasta
ahora la justificación ha sido removida de nuestras voluntades y de nuestras
obras, que ya se cumple en el eterno consejo de Dios. Así como Cristo fue
"muerto desde la fundación del mundo" (Apocalipsis 13: 8), así
también el pueblo elegido de Dios ha sido eternamente justificado en el decreto
y la voluntad de Dios. Él siempre ha visto a los elegidos en Cristo Jesús como
justos. Así Balaam fue hecho para declarar, 'Él (Dios) no ha visto la iniquidad
en Jacob, ni ha visto la perversidad en Israel ...' (Núm. 23:21). Aunque el
pueblo de Dios son grandes pecadores, Él siempre los ha visto como aquellos
lavados en la sangre. Por lo tanto, no es extraño que el apóstol pueda
preguntar: "¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Es Dios quien lo
justifica. ¿Quién es el que condena? Es Cristo quien murió, más bien, que
resucitó ... "(Romanos 8: 33-34). La justificación del pueblo de Dios es
segura porque es la obra soberana de Dios solamente. Él imputa a Su
pueblo la justicia de Jesucristo el Señor. Nada puede añadirse a esa justicia.
SANTIFICACIÓN
Así
como Dios soberanamente justifica a Su pueblo a través de la sangre de Cristo,
así también es Dios solo quien los santifica soberanamente por la poderosa obra
del Espíritu de Cristo. Mientras que la justificación tiene que ver con nuestro
estado legal ante Dios, la santificación tiene que ver con nuestra condición
actual. Somos liberados de la culpa del pecado por justificación, pero todavía
somos pecadores. El pecado aún permanece dentro del hijo de Dios, de modo que
incluso lo mejor de sus buenas obras está contaminado por él. En la
santificación, sin embargo, el pueblo de Dios es liberado del poder y dominio
del pecado. El Espíritu de Dios da gracia para "apartar al anciano" y
"revestirse del hombre nuevo, el cual se renueva en conocimiento según la
imagen del que lo creó" (Col. 3: 9-10). El apóstol Pablo habla de
esto en II Corintios 3:18. Él dice: "Pero todos nosotros, con cara abierta
contemplando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en la
misma imagen de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor". Aunque
el creyente nunca será perfecto en esta vida, en la santificación se transforma
cada vez más en la imagen de Cristo.
No se
puede negar, por lo tanto, que el pecador justificado debe realizar buenas
obras. No es cierto que puedas vivir como el diablo porque eres
justificado. Aunque en la justificación el creyente es soberanamente
liberado de la culpa de cada pecado, su justificación no es la base para una
vida malvada. Esa es la mentira del diablo. Nosotros, los que creemos en la
soberanía de la gracia de Dios, creemos que Dios así obra en los corazones de
Su pueblo que Él los hace cada vez más huir del pecado y buscar lo que es bueno
y recto. Las buenas obras son una parte esencial de la vida cristiana. Así nos
exhorta el apóstol Pedro: "Mas como el que os ha llamado es santo, sed
también vosotros santos en toda clase de conversación; Porque está escrito: Sed
santos, porque yo soy santo (I Pedro 1: 15-16).< Jesús nos dice que
manifestamos el hecho de que somos seguidores de Él llevando mucho fruto. Él
dice: 'Aquí está mi padre glorificado, para que dé mucho fruto; así seréis mis
discípulos' (Juan 15: 8). Aquellos que son los objetos de la gracia de Dios son
glorificar a Dios mostrando al mundo las buenas obras que esa gracia ha hecho
en ellas. Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mateo
5:16).
De hecho,
si un hombre dice que es un creyente y vive una vida perversa de pecado y
libertinaje continuos, nos muestra que no es el objeto de la gracia de Dios. La
fe que es dada por la gracia de Dios es una fe que busca a Dios ya la justicia
del reino de Dios. Santiago nos enseña que cuando dice: "¿Qué aprovechará,
hermanos míos, aunque un hombre diga que tiene fe y no tiene obras? ¿Puede la
fe salvarlo? ... Así también la fe, si no tiene obras, está muerta, estando
sola. (Santiago 2: 14,17). La verdadera fe siempre se manifiesta en las
buenas obras. De hecho, el creyente está lejos de ser perfecto. Sin embargo, su
santificación implica que él trata de hacer lo que es bueno y agradable a Dios.
¿Pero
son estas buenas obras el producto de la propia fuerza del creyente?
¿Contribuyen algo a la salvación? ¿Pueden ser considerados parte del hombre en
la salvación? ¡No nunca! Eso es imposible, porque todas las buenas obras que
cualquier creyente realiza son solamente el producto de la gracia de Dios.
Aparte de la obra de santificación de Dios, su pueblo no puede hacer nada. Así
leemos en Filipenses 2:13, 'Porque Dios es el que obre en vosotros tanto el
querer como el hacer de su buena voluntad. El creyente hace lo que es agradable
a Dios solamente porque Dios soberanamente obra esa buena obra en él. Él hace
que el creyente quiera hacer lo que es correcto y Él lo obliga a hacerlo
también. De hecho, todas las buenas obras que realiza Su pueblo han sido
determinadas por Dios desde antes de la fundación del mundo. "Porque somos
su obra, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios ha ordenado
antes, para que andemos en ellas" (Efesios 2:10). La vida de santificación
del cristiano está tanto en las manos de Dios que los creyentes individuales
hacen todas las buenas obras que Dios ha ordenado que cada uno haga.
Así, la
santificación, incluso como justificación, es totalmente obra de Dios. Así como
se dice que Cristo es nuestra justificación, así también se dice que es nuestra
santificación. 'Mas de él sois vosotros en Cristo Jesús, el cual por Dios nos
ha sido hecho sabiduría, justicia y santificación ...' (I Corintios 1:30). La
santificación es el resultado de la obra soberana del Espíritu de Cristo basada
en la sangre de Cristo. Sólo en el poder de la sangre de Cristo el creyente
puede conquistar el pecado y hacer lo que es bueno. El Espíritu Santo nos
enseña esto en Hebreos 10:10, "por el cual seremos santificados por la
ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez por todas". Ciertamente, Cristo
Jesús nuestro Señor, que murió por su pueblo, es toda salvación. De principio a
fin la salvación se basa en Su preciosa sangre.
PRESERVACIÓN
Y PERSEVERANCIA
Puesto
que Dios elige soberanamente al pecador para la vida eterna, lo regenera por el
Espíritu de Cristo, lo llama y le da fe y arrepentimiento por Su irresistible
gracia, lo justifica e incluso lo santifica por Su poder omnipotente, también
debe ser cierto que los convertidos El pecador es hecho para perseverar en la
fe por la gracia preservadora de Dios. El verdadero creyente que es salvo por
la gracia soberana de Dios no puede perder esa salvación. Dios, por Su poder
soberano, mantiene al creyente para que no pueda caer total y absolutamente del
estado de gracia. Así, el apóstol Pedro dice que aquellos que son "elegidos
según la presciencia de Dios" y "engendrados de nuevo a una esperanza
viva" son "guardados por el poder de Dios por medio de la fe para la
salvación, lista para ser revelada en el tiempo pasado" (I Pedro 1: 2-5).
Dios, por Su todopoderoso poder, conserva al verdadero hijo de Dios para que
reciba la salvación final y completa que será revelada en la segunda venida de
Cristo.
No
puede ser otra manera, porque la obra de salvación es obra de Dios. La obra de
Dios no falla. El trabajo del hombre es finito ya menudo no llega a nada.
Pero la obra de Dios es una obra omnipotente y soberana. Cuando Él establece Su
pacto con Su pueblo, promete salvarlos en la sangre de Cristo, y luego los
salva por Su gracia, esa gran obra es segura y segura. Es una obra eterna. Así
dice Dios por medio del profeta Isaías: "Porque los montes se apartarán, y
los montes serán quitados; Pero mi bondad no se apartará de ti, ni el pacto de
mi paz será quitado, dice el Señor que tiene misericordia de ti (Isaías 54:10).
De hecho, las montañas pueden partir; Pero la bondad, la misericordia, el amor
de Dios que salva a su pueblo, habitarán sobre ellos para siempre. Dios no
cambia. Cuando Él salva a alguien, Él los salva, los salvará para
siempre. Cuando el Dios de vida da vida, esa vida es vida eterna que nunca
muere. Así Jesús pudo decir: "De cierto, de cierto os digo: El que oye mi
palabra, y cree en el que me envió, tiene vida eterna, y no entrará en
condenación; Sino que ha pasado de muerte a vida. (Juan 5:24). La vida eterna
no es algo que pueda perderse; Si lo fuera, no sería la vida eterna.
La
salvación eterna del pueblo elegido de Dios está tan segura de que nada puede
quitarlo de ellos. Aunque los hombres malos buscan que corran con ellos en toda
su lascivia y pecado, aunque el mismo diablo los tienta a abandonar a Dios ya
la Verdad de Su Palabra, nadie puede quitarles la gracia que Dios les ha dado.
Jesús dice: 'Y les doy vida eterna, y nunca perecerán, ni alguno los arrancará
de mi mano. Mi padre, que me los dio, es mayor que todos: y nadie puede
arrancarlos de la mano de mi Padre. (Juan 10: 28-29). Los creyentes están
seguros en las manos de Cristo y en las manos de su Padre celestial. Nadie
puede quitarlos. Sí, incluso los pecados de los creyentes no pueden separarlos
de Dios y Su salvación. Todos sus pecados son borrados en la sangre del
cordero. Cristo ha muerto por ellos y Dios los ha justificado. Por lo tanto, el
pueblo de Dios puede decir con el apóstol Pablo: "Porque estoy convencido
de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las
potestades, ni las cosas presentes, ni las cosas por venir, ni la altura, ni la
profundidad, Otra criatura, nos podrá separar del amor de Dios, que es en
Cristo Jesús nuestro Señor " (Romanos 8: 38-39).
Esto no
significa, sin embargo, que quien profesa ser cristiano pueda vivir de la
manera que quiera y aún así estar seguro de la salvación eterna. El apóstol
Pedro dice que somos guardados por el poder de Dios por medio de la fe (I Pedro
1: 5). Cuando Dios preserva a Su pueblo, Él lo hace de tal manera que ellos
perseveran en la fe. Aunque el verdadero creyente pueda caer en pecado grave,
no cae absolutamente. Dios lo trae de vuelta para que por fe ande en los
caminos de Dios. Se conserva en el camino de la fe, una fe que da lugar a una
vida piadosa. Cualquiera, por lo tanto, que profesa ser cristiano, sino que
camina continuamente y abiertamente en los caminos del pecado, no es un
verdadero hijo de Dios. De estas personas el apóstol Juan habla cuando dice:
"Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; Porque si hubiesen sido
de nosotros, sin duda habrían continuado con nosotros; mas salieron, para
manifestarse que no eran todos nosotros (I Juan 2:19). Hay muchos que profesan
ser cristianos, pero no lo son. Caen de su profesión. El verdadero hijo de
Dios, sin embargo, persevera en la fe. No porque sea capaz de mantenerse de sí
mismo, sino porque Dios lo preserva por Su gracia. De hecho, el pueblo de Dios
tiene buenas razones para alegrarse con Judas cuando dice: "Ahora bien, a
aquel que es poderoso para impedir que caigas, y presentarte irreprochable ante
la presencia de su gloria con gozo excesivo, al único sabio Dios nuestro
Salvador" , Sea gloria y majestad, dominio y poder, tanto ahora como
siempre, Amén. (Judas 24-25).<
GLORIFICACIÓN
La
bendición final que el hijo de Dios recibe es la bendición de la gloria eterna
en los nuevos cielos y la nueva tierra. Él está esperando ese gran día en que
Jesús vendrá y lo llevará a estar con Él para siempre. Porque, "cuando
Cristo, que es nuestra vida, aparezca, entonces también apareceremos con él en
gloria" (Colosenses 3: 4). Esta es la razón por la cual los creyentes son
capaces de soportar pacientemente los sufrimientos y los problemas de esta
vida. Ellos saben que esas aflicciones no durarán para siempre. Pronto serán
reemplazados por una gloria que es tan maravillosa que está más allá de nuestra
imaginación. Así decimos con el apóstol: "Yo considero que los
sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la
gloria que se revelará en nosotros". (Romanos 8:18). Todo el pecado,
todas las enfermedades, todas las debilidades y debilidades del pueblo de Dios
serán quitados para que sean hechos gloriosos tanto en cuerpo como en alma.
Serán como Cristo. La gloria del Dios Todopoderoso brillará en ellos y
irradiará de ellos.
Esta
gloria es la consumación, el producto terminado, de lo que fue iniciado antes
de la fundación del mundo en la elección de Su pueblo. Este es el último
eslabón de la cadena inquebrantable de la salvación. "Y a los que
predestinó, también los llamó; ya los que llamó, los justificó también; ya los
que justificó, los glorificó" (Romanos 8:30). Que este último paso en la
salvación sea todo menos el trabajo de la gracia soberana de Dios es inconcebible.
Incluso aquellos que insisten en que el hombre debe tener una parte en su
salvación no atribuyen glorificación a nadie más que a Dios. La naturaleza
misma de esta maravilla de la gracia la saca completamente de la esfera de la
obra del hombre. Somos glorificados solamente por el poder soberano de Dios.
Ese hecho, además, es prueba fuerte de que toda la salvación es obra de Dios
solamente. Porque no podemos separar la glorificación de ninguna de las otras
etapas. Como conclusión de la salvación, está inseparablemente conectada con
cada parte de la salvación.
La
glorificación es el propósito y objetivo de la elección eterna. Cuando Dios
escogió a Su pueblo antes de la fundación del mundo, Él los escogió para
gloria. Así, el apóstol Pablo dice: "Y para dar a conocer las riquezas de
su gloria en los vasos de la misericordia, que había preparado para
gloria" (Romanos 9:23). Ya en el consejo eterno de predestinación de Dios
su pueblo estaba preparado para la gloria. De hecho, ellos ya han sido
glorificados en el consejo de Dios. Al principio, el fin ya había sido
determinado. Porque la glorificación es el propósito de la elección, es también
el propósito de la regeneración. El apóstol Pedro escribe: "Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el cual según su abundante
misericordia nos ha engendrado de nuevo ... a una herencia incorruptible,
inmaculada, y que no se desvanezca, reservada en el cielo para ustedes" (I
Pedro 1: 3-4). El pueblo de Dios es regenerado para ser glorificado. La
regeneración es simplemente otro paso que los acerca a la gloria final. Sin
ella, la glorificación sería imposible. Incluso la llamada eficaz tiene como
propósito, la gloria. Así leemos en II Tesalonicenses 2:14: "Por eso os
llamó por nuestro evangelio, a la obtención de la gloria de nuestro Señor
Jesucristo". El Espíritu de Cristo llama a los elegidos a la fe y al
arrepentimiento para que puedan obtener la gloria de Cristo.
De
hecho, todas las cosas que Dios trae a la vida de los creyentes no son sino los
medios que usa para llevarlos a esa gloria final. El salmista dice: 'Tú me
guiarás con tu consejo, y después me recibirás a la gloria'. (Salmo 73:24).
Dios conduce a Su pueblo a través de toda esta vida en armonía con lo que Él ha
propuesto para ellos. Ese propósito es la gloria. A lo largo de la vida, Dios
los conduce hacia la gloria eterna. Todo lo que les sucede, todo lo que les
llega, si es "bueno" o "malo" es enviado por el Señor para
conducirlos a la gloria Sin duda, entonces, la glorificación es obra de la
gracia soberana de Dios, pero también toda la salvación del principio al fin.
Porque todo es una gran obra. La salvación es el don de Dios. Es completo y
perfecto. Ningún hombre puede agregar o tomar de ella.
De
hecho, el hombre no tiene nada en que jactarse. Sí, el creyente es glorificado,
pero incluso esa gloria no es en última instancia su gloria, sino la de Dios.
Él llena al creyente con Su gloria. El propósito de la glorificación del pueblo
de Dios es la glorificación de Dios mismo. Dios manifiesta la gloria de Su gran
nombre en la salvación que Él da a Su pueblo por Su gracia maravillosa
solamente. Así dice el apóstol Pablo: "Habiéndonos predestinado a la
adopción de los hijos por Jesucristo a sí mismo, conforme a la buena voluntad
de su voluntad, a la alabanza de la gloria de su gracia ..." (Efesios 1:
5-6). La salvación, la gloria del pueblo de Dios es siempre "para la
alabanza de su gloria" -la gloria de Su gracia soberana.
Así las
Escrituras hacen muy claro que "SALVACIÓN ES DEL SEÑOR" (Jonás 2: 9).
De principio a fin, la salvación no es el resultado de la obra del hombre ni de
la voluntad del hombre, sino la gracia soberana de Dios. Él es Dios incluso en
la salvación. En su decreto eterno de predestinación planeó la salvación. Él
realmente obtuvo la salvación enviando a Su Hijo a morir por Su pueblo en la
cruz. Él aplica esa salvación al corazón y la vida de Su pueblo mediante la
poderosa obra de Su gracia. El que cree en la Biblia sólo puede concluir con el
apóstol Pablo: "Así que no es de aquel que quiere, ni del que corre, sino
de Dios que da misericordia" (Romanos 9:16). La salvación es todo de Dios.
Por lo tanto, alabemos la maravillosa majestad del Dios Altísimo con el apóstol
Pablo. '¡Oh profundidad de las riquezas tanto de la sabiduría como del conocimiento
de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, y sus caminos más allá de
descubrirlo! Porque ¿quién conoció la mente de Jehová? ¿Quién ha sido su
consejero? ¿Y quién le dio primero, y le será recompensado? Porque de él y por
medio de él, y para él, son todas las cosas: a quien sea la gloria por los
siglos. Amén.' (Romanos 11: 33-36). Exaltado seas sobre los cielos, oh
Dios; sobre toda la tierra sea tu gloria. (Salmos 57:5).