jueves, 3 de agosto de 2017

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Cristo como el Objeto de nuestros afectos religiosos

En el Nuevo Testamento Cristo es reconocido como el objeto apropiado de todos los afectos religiosos. Como Él es nuestro Señor, en el sentido de ser nuestro propietario absoluto, nuestro hacedor, preservador y redentor, y nuestro soberano, poseyendo el derecho de hacer con nosotros lo que le parezca bien, somos llamados a hacer de Él el supremo objeto de nuestro amor, de su voluntad la más elevada norma del deber, y de su gloria el gran fin de nuestro ser. Debemos ejercitar la misma fe y confianza en Él que en Dios; darle a Ella misma obediencia, devoción y homenaje. Y así vemos que éste es el caso de comienzo a fin en los escritos del Nuevo Testamento. Cristo es el Dios de los Apóstoles y de los cristianos primitivos, en el sentido de que Él es el objeto de todos sus afectos religiosos. Ellos le consideraban a Él como aquella persona a la que pertenecían de una manera especial; ante la que eran responsables por su conducta moral; ante quien tenían que dar cuenta de sus pecados; ante quien responder por el uso de su tiempo y talentos; que siempre estaba presente con ellos, morando en ellos, controlando su vida interior, así como la exterior; cuyo amor era el principio animador de su ser; en quien ellos se gozaban como su gozo presente y suerte eterna. Este reconocimiento de su relación con Cristo como su Dios es constante y siempre presente, de manera que la evidencia de lo mismo no puede ser recogida y enunciada de una manera polémica o didáctica.

Pero cada lector del Nuevo Testamento para el que Cristo sea una mera criatura, por exaltada que sea, tiene que sentirse fuera de comunión con los Apóstoles y cristianos apostólicos, que se reconocían a sí mismos y que eran universalmente reconocidos por los demás hombres como adoradores de Cristo. Ellos sabían que deberían comparecer ante su tribunal; que cada acción, pensamiento y palabra de ellos, y de cada hombre que viva jamás, quedaría abierto todo ello ante su omnisciente mirada; y que el destino de cada alma humana debía depender de su decisión. Por ello, conociendo el terror del Señor, persuadían a los hombres. Prescribían cada uno de los deberes morales no meramente sobre la base de la obligación moral, sino por consideraciones sacadas de la relación del alma con Cristo. Los hijos deben obedecer a sus padres, las mujeres a sus maridos, los siervos a sus amos, no como complaciendo a los hombres, sino como haciendo la voluntad de Cristo.

La verdadera religión, según ellos la exponen, no consiste en el amor o reverencia a Dios meramente como el Espíritu infinito, el creador y preservador de todas las cosas, sino en el conocimiento y amor ele Cristo. Todo el que crea que Jesús es el Hijo de Dios, esto es, todo el que crea que Jesús de Nazaret es Dios manifestado en carne, y que le ama y obedece como tal, es declarado nacido de Dios. Cualquiera que niega esta verdad es declarado anticristo, negando a la vez al Padre y al Hijo, porque Ia negación del uno es la negación del otro. La misma verdad es expresada por otro Apóstol, que dice; «Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este mundo cegó los pensamientos de los incrédulos, para que no les resplandezca la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios». Los que están perdido, según este Apóstol, son los que no ven, ni creen, que Jesús sea Dios morando en la carne. Y de ahí que se adscriben tales efectos al conocimiento de Cristo y a la fe en Él, y se mantienen tales expectativas de la gloria y bienaventuranza de estar con Él, que serían imposibles o irracionales si Cristo no fuera el verdadero Dios. Él es nuestra vida. El que tiene al Hijo tiene la vida. El que cree en Él vivirá eternamente. No somos nosotros que vivimos, sino Cristo que vive en nosotros. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Estamos completos en Él, y nada nos falta. Aunque no le hemos visto, creyendo en Él nos regocijamos con un gozo inefable. Es por cuanto Cristo es Dios, por cuanto Él posee todas las perfecciones divinas, y por cuanto Él nos, amó y se entregó a si mismo por nosotros, y nos ha redimido y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios, que el Espíritu de Dios dice: «Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene». La negación de la divinidad del Hijo de Dios, el rechazo a recibir, amar, confiar, adorar y servirle como tal, es la base de la perdición irremediable de todos los que oyen y rechazan el evangelio. Y todas las criaturas racionales, santas e impías, justificadas y condenadas, darán su amén a la justicia de esta condenación.

La divinidad de Cristo es un hecho demasiado patente, una verdad demasiado trascendente, para ser rechazada inocentemente. Son salvos los que verdaderamente la creen, y ya están perdidos los que no tienen ojos para verla. El que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; y el que no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él. Ésta es, por tanto, la doctrina del Nuevo Testamento, que la aprehensión espiritual y el sincero reconocimiento de la Deidad del Redentor constituye la vida del alma. Es en su propia naturaleza vida eterna; y la ausencia o carencia de esta fe y conocimiento es muerte espiritual y eterna. Cristo es nuestra vida; por tanto, quien no tiene al Hijo no tiene la vida.
Soli Deo Gloria