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sábado, 12 de agosto de 2017

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Los Ángeles

Tanto es lo que se dice en las Escrituras de ángeles buenos y maIos, y se les adscriben unas funciones de tanta importancia a ambas clases en la providencia de Dios sobre el mundo, y especialmente en la experiencia de su pueblo y de su Iglesia, que la doctrina de la Biblia acerca de ellos no debiera ser pasada por alto. Ha sido general la creencia de que hay criaturas inteligentes más elevadas que el hombre. Ello es tan consonante con la analogía de la naturaleza como para ser sumamente probable incluso en ausencia de cualquier revelación directa acerca del tema. En todos los departamentos de la naturaleza hay una gradación regular desde las formas inferiores a las superiores de vida; desde los hongos vegetales casi invisibles, en las planas, hasta el cedro del Líbano; desde el microbio más diminuto hasta el gigantesco mamut. En el hombre nos encontramos con la primera, y con toda apariencia con la más inferior, de las criaturas racionales. Que él sea la única criatura de su orden es, a priori, tan improbable como que los Insectos sean la única clase de animales irracionales. Hay multitud de razones para la presunción de que la escala de ser entre las criaturas racionales es tan extensa como la del mundo animal. La moderna filosofía que deifica al hombre no deja lugar para ningún orden de seres por encima de él. Pero si la distancia entre Dios y el hombre es infinita, toda la analogía demostraría que los órdenes de criaturas racionales entre nosotros y Dios deben ser inconcebiblemente numerosos. Así como esto es probable por sí mismo, también está claramente revelado en la Biblia como cierto.

1. Su naturaleza
En cuanto a la naturaleza de los ángeles, son descritos: (1) Como espíritus puros, esto es, seres inmateriales e incorpóreos. Las Escrituras no les atribuyen ninguna clase de cuerpo. Suponiendo que el espíritu no conectado con materia no puede actuar por sí mismo, que tampoco puede comunicarse con otros espíritus ni operar en el mundo externo, fue mantenido por muchos, y así decidido en el concilio celebrado en Niza el 784 d.C., que los ángeles tenían que estar formados por éter o luz, opinión ésta que se consideraba apoyada por pasajes como Mt 28:3; Lc 2:9 y otros pasajes en los que se habla de su apariencia luminosa y de La gloria que les acompaña. El Concilio Laterano del 1215 d.C. decidió que eran incorpóreos, y ésta ha sido la opinión común en la Iglesia. ... Por ello, como tales, son invisibles, incorruptibles e inmortales. Su relación con el espacio es descrita como una illocalitas; no ubicuidad u omnipresencia, por cuanto están siempre en algún lugar, y no en todas partes en ningún momento determinado, pero no están confirmados al espacio de una manera limitativa como lo están los cuerpos, y pueden pasar de una porción de espacio a otra. Como espíritus, poseen inteligencia, voluntad y poder. Con respecto a su conocimiento, sea con respecto a sus modos u objetos, no se revela nada en especial. Todo lo que está claro es que en sus facultades intelectivas y en la extensión de su conocimiento son muy superiores a los hombres. También su poder es muy grande, y se extiende sobre la mente y la materia. Tienen poder para comunicarse entre sí y con otras mentes, y para producir efectos en el mundo natural. La grandeza de su poder se manifiesta, (a) Por los hombres y títulos que se les da, como principados, potestades, dominios y gobernadores del mundo. (b) Por la aserción directa de la Escritura, por cuando se dice que son «poderosos en fortaleza»; y (c) Por los efectos atribuidos a su acción. Por grande que pueda ser su poder, está sin embargo sujeto a todas las limitaciones que pertenecen a las criaturas. Los ángeles, por tanto, no pueden crear, no pueden cambiar sustancias, no pueden alterar las leyes de la naturaleza, no pueden ejecutar milagros, no pueden actuar sin medios, y no pueden escudriñar el corazón, por cuanto estas prerrogativas, según la Escritura, son peculiares de Dios. Por ello, el poder de los ángeles es (1) Dependiente y derivado. (2) Tiene que ser ejercitado en conformidad a las leyes del mundo material y espiritual. (3) Su intervención no es optativa, sino permitida u ordenada por Dios, y según su voluntad, y, por lo que al mundo externo concierne, parece que es sólo ocasional y excepcional. Estas limitaciones son de la mayor importancia práctica. No debemos considerar a los ángeles como interpuestos entre nosotros y Dios, ni atribuirles a ellos los efectos que la Biblia en todo lugar atribuye a la acción providencial de Dios.

Errores acerca de esta cuestión

Esta doctrina Escritural, universalmente recibida en la Iglesia, se opone (1) A la teoría de que eran emanaciones efímeras de la Deidad. (2) A la teoría gnóstica de que eran emanaciones permanentes o eones; y (3) A la postura racionalista, que les niega ninguna existencia real, y que atribuye las declaraciones Escriturales bien a supersticiones populares adoptadas por los escritores sagrados en su acomodación a las opiniones de la época, o a personificaciones poéticas de los poderes de la naturaleza. Las bases sobre las que la moderna filosofía niega la existencia de los ángeles no tiene fuerza alguna en oposición a las explícitas declaraciones de la Biblia, que no se pueden rechazar sin rechazar del todo la autoridad de las Escrituras, o sin adoptar unos principios de interpretación destructores de su valor como norma de fe.

2. Su Estado
En cuanto al estado de los ángeles, se enseña claramente que todos eran originalmente santos. También se debe inferir llanamente en base de las declaraciones de la Biblia que fueron sometidos a un período de probación, y que algunos guardaron su primer estado, y que otros no. Los que mantuvieron su integridad son descritos como confirmados en un estado de santidad y gloria. Esta condición, aunque de una seguridad completa, es de perfecta libertad; porque la más absoluta libertad de acción es, según la biblia, coherente con una absoluta certidumbre en cuanto al carácter de tal acción. Estos santos ángeles, evidentemente, no son todos del mismo rango. Esto se evidencia por los términos con que son designados; términos que implican diversidad de orden y autoridad. Unos son príncipes, otros son potentados, otros gobernadores del mundo. Más allá de esto, las Escrituras nada revelan, y las especulaciones de los escolásticos y teólogos acerca de la jerarquía de las huestes angélicas no tienen ni autoridad ni valor.

3. Sus misiones
Las Escrituras enseñan que los santos ángeles son empleados, (1) En el culto de Dios. (2) En la ejecución de la voluntad de Dios. (3) Y especialmente en la ministración a los herederos de salvación. Están descritos como rodeando a Cristo, y como siempre dispuestos a desempeñar cualquier servicio que se les pueda asignar en el avance de su reino. Bajo el Antiguo Testamento aparecieron en repetidas ocasiones a los siervos de Dios, para revelarles Su voluntad. Ellos hirieron a los egipcios; fueron empleados en la promulgación de la ley en el Monte Sinaí; ayudaron a los israelitas durante su peregrinación; destruyeron a sus enemigos; y acamparon alrededor del pueblo de Dios como defensa en horas de peligro. Predijeron y celebraron el nacimiento de Cristo (Mt 1:20; Lc 1:11); le sirvieron a Él en su tentación y padecimientos (Mt 4:11; Lc 22:43); ellos anunciaron Su resurrección y ascensión (Mt 28:2; Jn 20:12). Siguen siendo espíritus ministradores para los creyentes (He 1:14); ellos sacaron a Pedro de la cárcel; ellos velan sobre los niños (Mt 18:10); ellos conducen las almas de los que mueren al seno de Abraham (Lc 16:22); ellos acompañarán a Cristo en su segunda venida, y recogerán a su pueblo en su reino (Mt 13:39; 16:27; 24:31). Tales son las declaraciones generales de las Escrituras acerca de esta cuestión, y con ellas deberíamos contentamos. Sabemos que son los mensajeros de Dios; que ellos son ahora, como siempre lo han sido, empleados en la ejecución de Sus mandatos, pero más que esto no se revela positivamente. Que cada creyente individual tenga un ángel guardián no es algo que se declare con ninguna claridad en la Biblia. La expresión empleada en Mt 18:10, con referencia a los niños pequeños, «cuyos ángeles» se dice que ven el rostro de Dios en el cielo, es entendida por muchos como favorecedora de esta suposición. Lo mismo sucede con el pasaje en Hch 12:7, donde se menciona el ángel de Pedro (v. 15). Pero este último pasaje no demuestra que Pedro tuviera un ángel guardián como tampoco si la criada hubiera dicho que era el fantasma de Pedro demostraría la superstición popular acerca de esta cuestión. El lenguaje registrado no es el de una persona inspirada, sino el de una sierva no instruida, y no puede ser tomado como de autoridad didáctica. Sólo demuestra que los judíos de aquellos tiempos creian en apariciones espirituales. El pasaje en Mateo tiene más relevancia, enseñando que los niños tienen ángeles guardianes; esto es, que hay ángeles encomendados a cuidar de su bienestar. Pero no demuestra que cada niño, ni que cada creyente, tenga su propio ángel de la guarda. En Daniel 10 se hace mención del Príncipe de Persia, del Príncipe de Grecia, y, hablando a los hebreos, de Miguel vuestro Príncipe, en tal sentido que ha llevado a la gran mayoría de los comentaristas y teólogos de todas las eras de la Iglesia a adoptar la opinión de que se ha encomendado a ciertos ángeles la especial supervisión de unos reinos en particular. Por cuanto Miguel, que es llamado Príncipe de los Hebreos, no era el increado Angel del Pacto, ni un príncipe humano, sino un arcángel, parece natural la inferencia de que el Príncipe de Persia y el Príncipe de Grecia eran también ángeles. Pero esta opinión ha sido controvertida por varias razones. (1) Por el silencio de la Escritura acerca de esta cuestión en otros pasajes. Ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento encontramos indicación alguna de que las naciones paganas tengan o tuvieran un ángel guardián o un mal espíritu puesto sobre ellas. (2) En el v. 13 del décimo capítulo de Daniel los poderes enfrentados contra el ángel Miguel que se apareció al profeta son llamados «los reyes de Persia», al menos según una interpretación de aquel pasaje. (3) En el capítulo siguiente se introducen soberanos terrenales de tal manera que se hace patente que son ellos, y no los ángeles, buenos o malos, los poderes contendientes indicados por el profeta. Es desde luego desaconsejable adoptar en base de la autoridad de un pasaje dudoso en un solo libro de la Escritura una doctrina no sustentada por otras partes de la Palabra de Dios. En tanto que todo esto debe ser admitido, es sin embargo cierto que la interpretación ordinaria del lenguaje del profeta es la más natural, y que nada hay en la doctrina asi enseñada que quede fuera de analogía con las claras enseñanzas de las Escrituras. Está claro, por lo que se enseña en otros lugares, que existen unos seres espirituales más excelsos que el hombre, buenos como malos; que son sumamente numerosos; que son muy poderosos; que tienen acceso a nuestro mundo y que están ocupados en sus asuntos; que tienen diferentes rangos y órdenes; y que sus nombres y títulos indican que ejercen dominio y que actúan como gobernantes. Esto es cierto de los ángeles malos asi como de los buenos; y, siendo cierto, nada hay en la opinión de que un ángel en particular tenga el control especial sobre una nación, y otro sobre otra nación, que entre en conflicto con la analogía de la escritura.

Pero por lo que respecta a los ángeles buenos, está claro:

1. Que pueden producir y producen efectos en el mundo natural o externo. Las Escrituras presuponen en todo lugar que la materia y la mente son dos sustancias distintas, y que la una puede actuar sobre la otra. Sabemos que nuestras mentes actúan sobre nuestros cuerpos, y que nuestras mentes reciben la acción de causas materiales. Por ello, nada hay en contra, incluso más allá de la enseñanza de la experiencia, en la doctrina de que los espíritus puedan actuar sobre el mundo material. La extensión de su acción queda limitada por los principios anteriormente enunciados; y sin embargo, en base de su naturaleza exaltada los efectos que pueden producir pueden exceder con mucho nuestra comprensión. Un ángel dio muerte a todos los primogénitos de los egipcios en una sola noche; los truenos y rayos que acompañaron a la promulgación de la ley en el Monte Sinaí fueron producidos por acción angélica. Los antiguos teólogos, en numerosas ocasiones, llegaron, por el hecho admitido de que los ángeles actúan de esta forma en el mundo externo, a la conclusión de que todos los efectos naturales son producidos por acción de ellos, y que las estrellas eran llevadas en sus órbitas por el poder de los ángeles. Pero esto viola dos evidentes e importantes principios: Primero, que no se debería asumir una causa por un efecto sin una evidencia; y segundo, que no se deberían suponer más causas que las necesarias para dar explicación a los efectos. Por ello, no estamos autorizados para atribuir ningún acontecimiento a la interferencia angélica excepto sobre la autoridad de las Escrituras, ni cuando otras causas sean adecuadas para explicarlo.

2. Los ángeles no sólo ejecutan la voluntad de Dios en el mundo natural, sino que también actúan sobre las mentes de los hombres. Tienen acceso a nuestras mentes, y pueden influenciarlas para bien en conformidad a las leyes de nuestra naturaleza y en el empleo de medios apropiados. No actúan mediante aquella operación directa que es la peculiar prerrogativa de Dios y su Espíritu, sino por la sugestión de la verdad y la conducción del pensamiento y del sentimiento, de una manera muy similar a como un hombre puede actuar sobre otro. Si los ángeles se pueden comunicar entre sí, no hay razón alguna por la que no puedan, de manera similar, comunicarse con nuestros espíritus. Así, en las Escrituras se presentan los ángeles no sólo como proveyendo una conducción y protección generales, sino también como dando fuerza y consolación interiores. Si un ángel fortaleció a nuestro mismo Señor tras Su agonía en el huerto, su pueblo puede también experimentar el apoyo de ángeles; y si ángeles malos tientan al pecado, buenos ángeles pueden atraer hacia la santidad. Es cosa cierta que se les atribuye en las Escrituras una amplia influencia y operación en promover el bienestar de los hijos de Dios, y en la protección de los mismos del mal y en la defensa de ellos de sus enemigos. El uso que nuestro Señor hace de la promesa: «A sus ángeles dará orden acerca de ti, de que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra» (Sal 91: 11,12), muestra que no se debe tomar como una mera forma poética de promisión de protección divina. Ellos velan sobre los pequeños (Mt 18:10); ayudan a los de edad madura (Sal 34:7), y están presentes junto a los moribundos (Lc. 16:22).

3. También se les atribuye una acción especial como siervos de Cristo en el avance de su Iglesia. Como la ley fue dada por medio del ministerio de ellos, como estuvieron encargados del pueblo bajo la antigua economía, también son tratados como presentes en la asamblea de los santos (1 Co 11:10), Y como constantemente guerreando contra el dragón y sus ángeles.

Esta doctrina Escritural del ministerio de los ángeles está llena de consolación para el pueblo de Dios. Los miembros de este pueblo pueden regocijarse en la certidumbre de que estos santos seres acampan junto a ellos; defendiéndoles día y noche de enemigos invisibles y de peligros inopinados. Al mismo tiempo no deben interponerse entre nosotros y Dios. No debemos esperar en ellos ni invocar la ayuda de ellos. Ellos están en manos de Dios y cumplen Su voluntad. Ellos usa como usa los vientos y los rayos (He 1:7), y no debemos mirar a los instrumentos en el primer caso más que en el otro.

4. Los ángeles malos
La Escritura nos informa de que ciertos de los ángeles no guardaron su primer estado. Son designados como los ángeles que pecaron. Son llamados espíritus malos, o inmundos; principados, potestades; gobernadores de este mundo; y maldades espirituales (esto es, espíritus malvados) en lugares celestiales. La designación más común que se les da es daimones, o más comunmente daimonia. ... En el mundo espiritual hay sólo un diabolos (diablo), pero hay muchos daimonia (demonios). Estos malos espíritus son descritos como pertenecientes al mismo orden de ser que los ángeles buenos. Todos los nombres y títulos descriptivos de su naturaleza y poder que se dan los unos se dan también a los otros. La condición original de los mismos era de santidad. Cuando cayeron o cuál fuera la naturaleza de su pecado no se revela. La opinión general es que fue por soberbia, en base de 1 Ti 3:6. Un obispo, dice el Apóstol, no debe ser «un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo», lo que es generalmente entendido como significando la condenación en que incurrió el diablo por el mismo pecado. Algunos han conjeturado que Satanás fue llevado a rebelarse contra Dios y a seducir a nuestra raza a negarle el acatamiento debido, por el deseo de regir sobre nuestro globo y sobre la raza de los hombres. Pero de esto no hay indicaciones en la Escritura. Su primera aparición en la historia sagrada es en el carácter de un ángel apóstata. El hecho de que haya un ángel caído exaltado en rango y poder sobre todos sus asociados es algo que se enseña claramente en la Biblia. Es llamado Satanás (el adversario), diabolos, el acusador, ho poneros, el maligno; el príncipe de la potestad del aire; el príncipe de las tinieblas; el dios de este mundo; Beelzebub; Belial; el tentador; la serpiente antigua, y el Dragón. Estos y otros títulos similares lo designan como el gran enemigo de Dios y del hombre, el opositor de todo lo bueno, y el propulsor de todo lo malo. Es tan constantemente presentado como un ser personal que el concepto racionalista de que se trata sólo de una personificación del mal es irreconciliable con la autoridad de las Escrituras e inconsistente con la fe de la Iglesia. La opinión de que la doctrina de Satanás fuente introducida entre los hebreos después del Exilio, y procedente de una fuente pagana, no es menos contraria a las claras enseñanzas de la Biblia. Es designado como el tentador de nuestros primeros padres, y es claramente mencionado en el libro de Job, escrito mucho antes del cautiverio babilónico. Además de esta descripción en términos generales de Satanás como enemigo de Dios, es especialmente descrito en las Escrituras como la cabeza del reino de las tinieblas, que abarca a todos los seres malvados. El hombre, por su apostasía, cayó bajo el dominio de Satanás, y su salvación consiste en ser trasladado del reino de Satanás al reino del amado Hijo de Dios. Está claro el hecho de que los daimonia, presentados como sujetos a Satanás, no son los espíritus de los que han dejado esta vida, a pesar de lo que algunos han sostenido: (1) Porque son distinguidos de los ángeles elegidos. (2) Porque se dice que no guardaron su primer estado (Jud 6). (3) Por el lenguaje de 2 P 2:4, donde se dice que Dios no perdonó a los ángeles que pecaron. (4) Por la aplicación a ellos de los títulos «principados» y «potestades», que son apropiados sólo a seres que pertenecen al orden de los ángeles.

El poder y la actividad de los malos espíritus
En cuanto al poder y a la actividad de estos malos espíritus, son descritos como muy numerosos, como en todas partes eficientes, como teniendo acceso a nuestro mundo, y como operando en la naturaleza y en las mentes de los hombres. Naturalmente, les pertenecen las mismas limitaciones en cuanto a su actividad que a la de los santos ángeles. (1) Dependen de Dios, y sólo pueden actuar bajo su control y permiso. (2) Sus operaciones tienen que tener lugar en base de las leyes de la naturaleza, y (3) No pueden interferir con la libertad y responsabilidad de los hombres. ... No obstante, el poder de los mismos es muy grande. Se dice de los hombres que son llevados cautivos por él, y de los malos espíritus se dice que obran en los corazones de los desobedientes. Los cristianos son advertidos en contra de sus, maquinaciones, y son llamados a resistirlos, no con la propia fuerza de ellos, sino en el poder del Señor, y armados con toda la armadura de Dios. ...
Debemos estar agradecidos a Dios por el invisible y desconocido ministerio de los ángeles de luz, y estar en guardia y buscar la protección divina frente a las maquinaciones de los espíritus del mal. Pero de ninguna de ambas clases estamos conscientes de manera directa, y no podemos atribuir a Ia acción de ninguno de ambos con certidumbre, si su acaecimiento admite cualquier otra explicación.

Posesiones demoníacas
La exhibición más marcada del poder de los malos espíritus sobre los cuerpos y mentes de los hombres la dan los endemoniados tan frecuentemente mencionados en la narración evangélica. Estas posesiones demoníacas eran de dos clases. primero, aquellas en las que sólo el alma era objeto de la influencia diabólica, como en el caso de la «muchacha poseída de un espíritu de adivinación», que se menciona en Hch 16:16. Quizá en algunos casos los falsos profetas y magos fueron ejemplo del mismo tipo de posesión. En segundo lugar, aquellas en las que sólo el cuerpo, o, más frecuentemente tanto el cuerpo como la mente, estaban sometidos a esta influencia espiritual. Por posesión se significa la residencia de un espíritu malo en tal relación con el cuerpo y el alma como para ejercer una influencia controladora, produciendo violentas agitaciones e intensos sufrimientos, tanto mentales como físicos. Está claro que los endemoniados mencionados en el Nuevo Testamento no eran meros lunáticos o epilépticos u otras dolencias análogas, sino casos de verdadera posesión: Primero, porque ésta era la creencia prevalente de los judíos en aquel tiempo; y segundo, porque Cristo y sus Apóstoles evidentemente adoptaron y sancionamn esta creencia. No sólo llamaron endemoniados a los así afectados, sino que se dirigían a los espíritus como personas, dándoles órdenes, echándolos, y hablaron y actuaron en todo momento como hubieran hecho si la creencia popular hubiera estado bien fundamentada. Es cosa cierta que todos los que oyeron hablar a Cristo de esta manera llegarían a la conclusión de que Él consideraba a los endemoniados como realmente poseídos por malos espíritus. Esta conclusión no la contradice Él en ningún lugar, sino que al contrario, en sus conversaciones más privadas con los discípulos la confirmó abundantemente. Él prometió darles poder para echar fuera demonios; y se refirió a la posesión que Él tenía de este poder, y a su capacidad para delegar su ejercicio a sus discípulos, como una de las más convincentes pruebas de su mesianismo y divinidad. Él vino para destruir las obras del diablo; y el hecho de que Él triunfó así sobre él y sus ángeles demostraba que Él era quien afirmaba ser, el prometido omnipotente rey y vencedor, que debía fundar aqueI reino de Dios que no tendrá fin. Explicar todo esto en base del principio de la acomodación destruiría la autoridad de las Escrituras. En base de este mismo principio se han desvirtuado las doctrinas de la expiación, de la inspiración, de la influencia divina, y todas las otras doctrinas distintivas de la Escritura. Tenemos que tomar las Escrituras en su sentido histórico llano - en aquel sentido en que estaba dispuesto que fueran entendidas por aquellos a los que se dirigían -, o en caso contrario las rechazamos como forma de fe.

No hay ninguna improbabilidad especial en la doctrina de las posesiones demoníacas. Los espíritus malos existen. Tienen acceso a las mentes y a los cuerpos de los hombres. ¿Por qué deberiamos rehusar creer, en base de la autoridad de Cristo, que se les permitía tener un poder especial sobre algunos hombres? El mundo, desde la apostasía, pertenece al reino de Satanás; y el objeto especial de la misión deI Hijo de Dios fue redimirlo de su dominio. Por ello, no es sorprendente que el tiempo de su venida fue la hora de Satanás, el tiempo en que, en un mayor grado que nunca antes o después, manifestó su poder, haciendo con ello más patente y glorioso el hecho de su derrota.

Las objeciones a la doctrina común acerca de este tema son:

1. Que llamar a ciertas personas endemoniadas no demuestra que estuvieran poseídas por espíritus malos más que el hecho de llamarlas lunáticas demuestra que estuvieran bajo la influencia de la luna. Esto es verdad; y si el argumento reposara solamente sobre el uso de la palabra endemoniado, sería totalmente insuficiente para establecer la doctrina. Pero este es sólo un argumento colateral y subordinado, sin fuerza por sí mismo, pero derivando su fuerza de otras fuentes. Si los escritores sagrados, además de designar a los locos como lunáticos, hubieran hablado de la luna como la fuente de su locura, y se hubieran referido a sus diferentes fases como aumentando o disminuyendo la fuerza de su desorden mental, habría alguna analogía entre ambos casos. Se admite abiertamente que el uso de una palabra es a menudo muy diferente de su sentido primario, y por ello que su significado no siempre puede ser determinado por su etimología. Pero cuando su significado es el mismo que el uso que se le da; cuando se dice de los llamados endemoniados que están poseidos por malos espíritus; cuando estos espíritus son interpelados como personas, y se les manda que salgan; y cuando este poder sobre ellos es presentado como prueba del poder de Cristo sobre Satanás, el príncipe de estos ángeles caídos, entonces es irrazonable negar que la palabra se tiene que entender en su sentido literal y propio.

2. Una segunda objeción es que los fenómenos exhibidos por estos llamados endemoniados son los de dolencias corporales o mentales conocidas, y por eIlo que no se puede asumir racionalmente ninguna otra causa para dar cuenta de ellas. Sin embargo, no es verdad que todos los fenómenos en cuestión puedan ser explicados así. Algunos de los síntomas son los de insania lunática y de epilepsia, pero otros son de carácter diferente. Estos endemoniados exhibían a menudo un poder o conocimiento sobrenaturales. Además de esto, la Escritura enseña que los malos espíritus tienen poder para producir enfermedades corporales. Y por ello la presencia de tales dolencias no es prueba de que no estuviera en acción la actividad de malos espíritus en su producción y en sus consecuencias.

3. Se objeta también que tales casos no tienen lugar hoy en día. Esto no es en absoluto cierto. Los espíritus malignos obran hoy en día en los hijos de desobediencia, y por lo que sabemos pueden ahora obrar en algunas personas con tanta eficacia como en los antiguos endemoniados. Pero admitiendo que el hecho sea como se supone, no demuestran nada con respecto a este punto. Puede que hayan existido unas razones especiales para permitir aquella exhibición de poder satánico cuando Cristo estaba en la tierra que ya no exista. El hecho de que no se den milagros en la Iglesia en la actualidad no es prueba de que no tuvieran lugar durante la era apostólica.

No debemos negar lo que se registra llanamente en las Escrituras como hechos en esta cuestión; no tenemos derecho a afirmar que Satanás y sus ángeles no producen ahora en ningún caso unos efectos similares; pero deberíamos abstenemos de afirmar el hecho de influencia o posesión satánica en cualquier caso en que los fenómenos puedan recibir otra explicación. La diferencia entre creer todo lo posible y creer sólo lo que es cierto queda notablemente ilustrada en el caso de Lutero y Calvino. El primero estaba dispuesto a atribuir todo mal a los espíritus de las tinieblas; el segundo no atribuía nada a la acción de los mismos que no pudiera demostrarse que fuera realmente obra de ellos. Lutero dice:2 «Los paganos no saben de dónde viene el mal tan repentinamente. Pero nosotros lo sabemos. Es la pura obra del diablo; que tiene dardos encendidos, balas, antorchas, lanzas y espadas, con las que dispara, arroja o traspasa, cuando Dios lo permite. Por ello, que nadie dude, cuando se desencadena un fuego que consume un pueblo o una casa, que hay un diablejo allí sentado soplando el fuego para hacerlo más grande». Y también: «Que el cristiano sepa que se sienta entre demonios; que el diablo está más cerca de él que su capa o camisa, o incluso que su piel; que él está totalmente a nuestro alrededor, y que nosotros siempre tenemos que enfrentarnos y contender contra él». La postura de Calvino acerca de esta cuestión es:3 «Todo cuanto la Escritura nos enseña de los diablos [esto es, demonios] viene a parar a esto: que tengamos cuidado para guardamos de sus astucias y maquinaciones, y para que nos armemos con armas tales que basten para hacer huir enemigos tan poderosísimos». Y pregunta:4 «Y ¿de qué nos serviría saber más sobre los diablos [esto es, demonios]?»
Soli Deo Gloria



viernes, 11 de agosto de 2017

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El valor de los milagros como prueba de la Revelación Divina

«No deben admitirse señales ni maravillas, por grandes y numerosas que sean, en contra de doctrinas autenticadas; porque tenemos el mandamiento de Dios, que dijo desde el cielo: "A él oíd", que oigamos sólo a Cristo» Martín Lutero

Acerca de esta cuestión se han sustentado opiniones extremas. Por una parte, se ha mantenido que los milagros son la única evidencia satisfactoria de una revelación divina; por otra, que no son ni necesarios ni posibles. Algunos argumentan que por cuanto la fe debe estar basada en la aprehensión de la verdad como verdad, es imposible que ninguna cantidad de evidencia externa pueda producir fe, ni capacitamos para ver la veracidad de aquello que no pudiéramos aprehenderlo sin ella. ¿Cómo puede un milagro capacitarnos para ver la veracidad de una proposición de Euclides, o que un paisaje sea hermoso? Este tipo de razonamiento es falaz. Pasa por alto la naturaleza de la fe como la convicción de cosas que no se ven, en base de un testimonio adecuado. Lo que la Biblia enseña acerca de esta cuestión es:

(1) Que la evidencia de los milagros es importante y decisiva; (2) Que, sin embargo, está subordinada y es inferior a la de la verdad misma. Ambos puntos son abundantemente evidentes en base del lenguaje de la Biblia y en base de los hechos en ella contenidos: (a) Que Dios ha confirmado sus revelaciones, bien hechas por profetas o apóstoles, mediante estas manifestaciones de su poder, es en sí mismo una prueba suficiente de su validez e importancia como sellos de una misión divina. (b) Los escritores sagrados, bajo ambas dispensaciones, apelaron a estas maravillas como pruebas de que ellos eran los mensajeros de Dios. En el Nuevo Testamento se dice que Dios confirmó el testimonio de sus Apóstoles mediante señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo. Incluso nuestro mismo Señor, en quien moraba corporalmente la plenitud de la Deidad, fue aprobado mediante milagros, señales y maravillas que Dios efectuó por medio de Él (Hch 2:22). (c) Cristo apeló constantemente a sus milagros como una prueba decisiva de su misión divina. «Las obras que el Padre me dio para que las llevase a cabo,» dice el Señor, «las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (Jn 5:20,36). Y en Jn 10:25, «Las obras que yo hago en el nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí»; y en el versículo 38: «Aunque no me creáis a mí, creed a las obras». Jn 7:17: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta». Indudablemente, la más alta evidencia de la verdad es la misma verdad; como la más alta evidencia del bien es el mismo bien. Cristo es su propio testigo. Su gloria le revela como el Hijo de Dios, a todos aquellos cuyos ojos no han sido cegados por el dios de este mundo. El punto que los milagros están destinados a demostrar no es tanto la verdad de las doctrinas enseñadas como la misión divina del maestro. Esto último, desde luego, a fin de lo primero. Lo que un hombre enseña puede ser cierto, aunque no sea divino en su origen. Pero cuando un hombre se presenta como mensajero de Dios, que sea recibido como tal o no depende en primer lugar de las doctrinas que enseña, y en segundo, de las obras que lleva a cabo. Si no sólo enseña doctrinas conformadas a la naturaleza de Dios y consistente con las leyes de nuestra propia constitución, sino que también ejecuta obras que dan evidencia de poder divino, entonces sabemos no sólo que sus doctrinas son verdaderas, sino también que el maestro ha sido enviado por Dios.

Soli Deo Gloria



jueves, 3 de agosto de 2017

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Cristo como el Objeto de nuestros afectos religiosos

En el Nuevo Testamento Cristo es reconocido como el objeto apropiado de todos los afectos religiosos. Como Él es nuestro Señor, en el sentido de ser nuestro propietario absoluto, nuestro hacedor, preservador y redentor, y nuestro soberano, poseyendo el derecho de hacer con nosotros lo que le parezca bien, somos llamados a hacer de Él el supremo objeto de nuestro amor, de su voluntad la más elevada norma del deber, y de su gloria el gran fin de nuestro ser. Debemos ejercitar la misma fe y confianza en Él que en Dios; darle a Ella misma obediencia, devoción y homenaje. Y así vemos que éste es el caso de comienzo a fin en los escritos del Nuevo Testamento. Cristo es el Dios de los Apóstoles y de los cristianos primitivos, en el sentido de que Él es el objeto de todos sus afectos religiosos. Ellos le consideraban a Él como aquella persona a la que pertenecían de una manera especial; ante la que eran responsables por su conducta moral; ante quien tenían que dar cuenta de sus pecados; ante quien responder por el uso de su tiempo y talentos; que siempre estaba presente con ellos, morando en ellos, controlando su vida interior, así como la exterior; cuyo amor era el principio animador de su ser; en quien ellos se gozaban como su gozo presente y suerte eterna. Este reconocimiento de su relación con Cristo como su Dios es constante y siempre presente, de manera que la evidencia de lo mismo no puede ser recogida y enunciada de una manera polémica o didáctica.

Pero cada lector del Nuevo Testamento para el que Cristo sea una mera criatura, por exaltada que sea, tiene que sentirse fuera de comunión con los Apóstoles y cristianos apostólicos, que se reconocían a sí mismos y que eran universalmente reconocidos por los demás hombres como adoradores de Cristo. Ellos sabían que deberían comparecer ante su tribunal; que cada acción, pensamiento y palabra de ellos, y de cada hombre que viva jamás, quedaría abierto todo ello ante su omnisciente mirada; y que el destino de cada alma humana debía depender de su decisión. Por ello, conociendo el terror del Señor, persuadían a los hombres. Prescribían cada uno de los deberes morales no meramente sobre la base de la obligación moral, sino por consideraciones sacadas de la relación del alma con Cristo. Los hijos deben obedecer a sus padres, las mujeres a sus maridos, los siervos a sus amos, no como complaciendo a los hombres, sino como haciendo la voluntad de Cristo.

La verdadera religión, según ellos la exponen, no consiste en el amor o reverencia a Dios meramente como el Espíritu infinito, el creador y preservador de todas las cosas, sino en el conocimiento y amor ele Cristo. Todo el que crea que Jesús es el Hijo de Dios, esto es, todo el que crea que Jesús de Nazaret es Dios manifestado en carne, y que le ama y obedece como tal, es declarado nacido de Dios. Cualquiera que niega esta verdad es declarado anticristo, negando a la vez al Padre y al Hijo, porque Ia negación del uno es la negación del otro. La misma verdad es expresada por otro Apóstol, que dice; «Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este mundo cegó los pensamientos de los incrédulos, para que no les resplandezca la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios». Los que están perdido, según este Apóstol, son los que no ven, ni creen, que Jesús sea Dios morando en la carne. Y de ahí que se adscriben tales efectos al conocimiento de Cristo y a la fe en Él, y se mantienen tales expectativas de la gloria y bienaventuranza de estar con Él, que serían imposibles o irracionales si Cristo no fuera el verdadero Dios. Él es nuestra vida. El que tiene al Hijo tiene la vida. El que cree en Él vivirá eternamente. No somos nosotros que vivimos, sino Cristo que vive en nosotros. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Estamos completos en Él, y nada nos falta. Aunque no le hemos visto, creyendo en Él nos regocijamos con un gozo inefable. Es por cuanto Cristo es Dios, por cuanto Él posee todas las perfecciones divinas, y por cuanto Él nos, amó y se entregó a si mismo por nosotros, y nos ha redimido y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios, que el Espíritu de Dios dice: «Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene». La negación de la divinidad del Hijo de Dios, el rechazo a recibir, amar, confiar, adorar y servirle como tal, es la base de la perdición irremediable de todos los que oyen y rechazan el evangelio. Y todas las criaturas racionales, santas e impías, justificadas y condenadas, darán su amén a la justicia de esta condenación.

La divinidad de Cristo es un hecho demasiado patente, una verdad demasiado trascendente, para ser rechazada inocentemente. Son salvos los que verdaderamente la creen, y ya están perdidos los que no tienen ojos para verla. El que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; y el que no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él. Ésta es, por tanto, la doctrina del Nuevo Testamento, que la aprehensión espiritual y el sincero reconocimiento de la Deidad del Redentor constituye la vida del alma. Es en su propia naturaleza vida eterna; y la ausencia o carencia de esta fe y conocimiento es muerte espiritual y eterna. Cristo es nuestra vida; por tanto, quien no tiene al Hijo no tiene la vida.
Soli Deo Gloria