" Llévate a este niño y críamelo, y yo te daré tu salario". —Éxodo 2:9
Estas palabras fueron dichas por la hija de Faraón a la madre
de Moisés. Es muy probable que no sea necesario informar de las circunstancias
que las ocasionaron. Seguramente no es necesario decir que, al poco tiempo de
nacer este futuro líder de Israel, sus padres se vieron obligados, por la
crueldad del Faraón egipcio, a esconderlo en una arquilla de juncos a la orilla
del río Nilo. Estando allí, fue encontrado por la hija de Faraón. Su llanto
infantil la movió a compasión con tanto poder que decidió, no sólo rescatarlo
de una tumba de agua, sino educarlo como si fuera de ella. Miriam, la hermana
de Moisés, quien había observado todo sin ser vista, se acercó ahora como
alguien que desconocía las circunstancias que habían ocasionado que el niño
estuviera allí. Al escuchar la decisión de la princesa, Miriam ofreció
conseguir una mujer hebrea para que cuidara al niño hasta tener edad suficiente
como para aparecer en la corte de su padre. Este ofrecimiento fue aceptado, por
lo que Miriam fue inmediatamente y llamó a la madre a quien la princesa le
encomendó el niño con las palabras de nuestro texto: “Lleva este niño y
críamelo, y yo te lo pagaré”.
Con palabras similares, se dirige Dios a los padres. A todos los que les da la bendición de tener hijos, dice en su Palabra y por medio de la voz de su Providencia: “Lleva este niño y edúcalo para mí, y yo te lo pagaré”. Por lo tanto, usaremos este pasaje para mostrar lo que implica educar a los hijos para Dios.
1. Son hijos de Él más bien que nuestros
Lo primero que implica educar a los hijos para Dios, es tener
conciencia y una convicción sincera, de que son propiedad de Él, hijos de Él
más bien que nuestros. Nos encarga su cuidado por un tiempo, con el mero
propósito de formarlos de la misma manera como ponemos a nuestros hijos bajo el
cuidado de maestros humanos con el mismo propósito. A pesar de lo cuidadosos
que seamos para educar a los hijos, no podemos decir que los educamos para
Dios, a menos que creamos que son de Él porque, si creemos que son exclusivamente
nuestros, los educaremos para nosotros mismos y no para Él. Saber que son de Él
es sentir profundamente y estar convencidos de que Él tiene un derecho soberano
de hacer con ellos lo que quiere y de quitárnoslos cuando Él disponga. Que son
de Él y que Él posee este derecho es evidente, según innumerables pasajes de
las Sagradas Escrituras. Éstas nos dicen que Dios es el que forma nuestro
cuerpo y es el Padre de nuestro espíritu, que todos somos sus hijos y que, en
consecuencia, no somos nuestros, sino de Él. También nos aseguran que tal como
es de Él el alma del padre y la madre, de Él es el alma de los hijos.
Dios reprendió y amenazó varias veces a los judíos porque sacrificaban los
hijos de él en el fuego de Moloc (Ez. 16:20-21). A pesar de lo
claro y explícito que son estos pasajes, son pocos los padres que parecen
sentir su fuerza. Son pocos los que parecen sentir y actuar como si tuvieran
conciencia de que ellos y los suyos son propiedad absoluta de Dios, que ellos
son meramente padres temporales de sus hijos y que, en todo lo que hacen para
ellos, debieran estar actuando para Dios. Pero resulta evidente que tienen que
sentir esto antes de poder criar a sus hijos para Él porque ¿cómo pueden educar
a sus hijos para un ser cuya existencia no conocen, cuyo derecho a ellos no
reconocen y cuyo carácter no aman?
2. Dedícalos para ser de Él eternamente
Una segunda implicación, muy relacionada con lo anterior de
educar a los hijos para Dios, se trata de dedicarlos o entregarlos sincera y
seriamente para ser de Él eternamente. Ya hemos demostrado que son propiedad de
Él y no nuestra. Al decir, dedicarlos a Él, queremos decir sencillamente que
reconocemos explícitamente esta verdad o que reconocemos que los consideramos
enteramente de Él y que los entregamos sin reservas a Él para el tiempo y la
eternidad… Si nos negamos a dárselos a Dios, ¿cómo podemos decir que los
educamos para Él?
3. Ten las motivaciones correctas
En tercer lugar, si educamos a nuestros hijos para Dios,
tenemos que hacer todo lo que hacemos por ellos basados en motivaciones
correctas. Casi la única motivación que las Escrituras consideran correcta es
hacerlo para la gloria de Dios y tener un anhelo devoto de promoverla; y no
considerar que nada se hace realmente para Dios que no fluya de esta fuente.
Sin esto, por más ejemplar que sea, no hacemos más que dar fruto para nosotros
mismos y no somos más que una vid sin vida. Por lo tanto, tenemos que ser
gobernados por esta motivación al educar a nuestros hijos si queremos educarlos
para Dios y no para nosotros mismos. En todos nuestros cuidados, trabajos y
sufrimientos por ellos, una consideración por la gloria divina debe ser el
incentivo principal que nos mueve. Si actuamos meramente basados en nuestro
afecto paternal y maternal, no actuamos basados en un principio más elevado que
el de los animales irracionales a nuestro alrededor, muchos de los cuales
parecen amar a sus hijos con no menos ardor ni estar menos listos para
enfrentar peligros, esfuerzos y sufrimientos para promover su felicidad que
nosotros para promover el bienestar de los nuestros. Pero si el afecto paternal
puede ser santificado por la gracia de Dios y las obligaciones paternales santificadas
por un anhelo de promover su gloria, entonces nos elevamos por encima del mundo
irracional para ocupar nuestro lugar correcto y poder educar a nuestros hijos
para Dios. Aquí podemos observar que la verdadera religión, cuando prevalece en
el corazón, santifica todo. Hace que aun las acciones más comunes
de la vida sean aceptables a Dios y les da una dignidad e importancia que en sí
mismas no merecen… Por lo tanto, el cuidado y la educación de los hijos, por
más insignificantes que le parezcan a algunos, deben realizarse teniendo en
cuenta la gloria divina. Cuando así se hace, se convierte en una parte
importante de la verdadera religión.
4. Edúcalos para su servicio
En cuarto lugar, si hemos de educar a nuestros hijos para
Dios, tenemos que educarlos para su servicio. Los tres puntos anteriores que
hemos mencionado se refieren principalmente a nosotros mismos y nuestras
motivaciones. Pero este punto tiene una relación más inmediata con nuestros
hijos mismos. A fin de capacitarnos para instruir y preparar a nuestros hijos
para el servicio de Dios, tenemos que estudiar diligentemente su Palabra para
asegurarnos de lo que Él requiere de ellos, tenemos que orar con frecuencia
pidiendo la ayuda de su Espíritu para ellos, al igual que para nosotros… Hemos
de cuidarnos mucho de decir o hacer algo que pueda, ya sea directa o
indirectamente, llevarlos a considerar la fe cristiana como algo de importancia
secundaria. Por el contrario, hemos de trabajar constantemente para poner en
sus mentes la convicción de que consideramos la fe cristiana como la gran
ocupación de la vida, el favor de Dios como el único objetivo al cual apuntamos
y el disfrutar de Él de aquí en adelante como la única felicidad, mientras que,
en comparación, todo lo demás es de poca importancia.
Tomado de “Children to Be Educated for God” (Los hijos han de ser educados para Dios) en The Complete Works of Edward Payson, Vol. III (Las obras completas de Edward Payson, Tomo III), reimpreso por Sprinkle Publications.
Edward Payson (1783-1827): Predicador norteamericano congregacional; pastor
de la Congregational Church de Portland, Maine; nacido en Rindge, Nueva
Hampshire, Estados Unidos.
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