En el Nuevo Testamento Cristo es
reconocido como el objeto apropiado de todos los afectos religiosos. Como Él es
nuestro Señor, en el sentido de ser nuestro propietario absoluto, nuestro
hacedor, preservador y redentor, y nuestro soberano, poseyendo el derecho de
hacer con nosotros lo que le parezca bien, somos llamados a hacer de Él el
supremo objeto de nuestro amor, de su voluntad la más elevada norma del deber,
y de su gloria el gran fin de nuestro ser. Debemos ejercitar la misma fe y
confianza en Él que en Dios; darle a Ella misma obediencia, devoción y
homenaje. Y así vemos que éste es el caso de comienzo a fin en los escritos del
Nuevo Testamento. Cristo es el Dios de los Apóstoles y de los cristianos
primitivos, en el sentido de que Él es el objeto de todos sus afectos
religiosos. Ellos le consideraban a Él como aquella persona a la que pertenecían
de una manera especial; ante la que eran responsables por su conducta moral;
ante quien tenían que dar cuenta de sus pecados; ante quien responder por el
uso de su tiempo y talentos; que siempre estaba presente con ellos, morando en
ellos, controlando su vida interior, así como la exterior; cuyo amor era el
principio animador de su ser; en quien ellos se gozaban como su gozo presente y
suerte eterna. Este reconocimiento de su relación con Cristo como su Dios es
constante y siempre presente, de manera que la evidencia de lo mismo no puede
ser recogida y enunciada de una manera polémica o didáctica.
Pero cada lector del Nuevo Testamento
para el que Cristo sea una mera criatura, por exaltada que sea, tiene que
sentirse fuera de comunión con los Apóstoles y cristianos apostólicos, que se
reconocían a sí mismos y que eran universalmente reconocidos por los demás
hombres como adoradores de Cristo. Ellos sabían que deberían comparecer ante su
tribunal; que cada acción, pensamiento y palabra de ellos, y de cada hombre que
viva jamás, quedaría abierto todo ello ante su omnisciente mirada; y que el
destino de cada alma humana debía depender de su decisión. Por ello, conociendo
el terror del Señor, persuadían a los hombres. Prescribían cada uno de los
deberes morales no meramente sobre la base de la obligación moral, sino por
consideraciones sacadas de la relación del alma con Cristo. Los hijos deben
obedecer a sus padres, las mujeres a sus maridos, los siervos a sus amos, no
como complaciendo a los hombres, sino como haciendo la voluntad de Cristo.
La verdadera religión, según ellos la
exponen, no consiste en el amor o reverencia a Dios meramente como el Espíritu
infinito, el creador y preservador de todas las cosas, sino en el conocimiento
y amor ele Cristo. Todo el que crea que Jesús es el Hijo de Dios, esto es, todo
el que crea que Jesús de Nazaret es Dios manifestado en carne, y que le ama y
obedece como tal, es declarado nacido de Dios. Cualquiera que niega esta verdad
es declarado anticristo, negando a la vez al Padre y al Hijo, porque Ia
negación del uno es la negación del otro. La misma verdad es expresada por otro
Apóstol, que dice; «Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los
que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este mundo cegó los
pensamientos de los incrédulos, para que no les resplandezca la iluminación del
evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios». Los que están
perdido, según este Apóstol, son los que no ven, ni creen, que Jesús sea Dios
morando en la carne. Y de ahí que se adscriben tales efectos al conocimiento de
Cristo y a la fe en Él, y se mantienen tales expectativas de la gloria y
bienaventuranza de estar con Él, que serían imposibles o irracionales si Cristo
no fuera el verdadero Dios. Él es nuestra vida. El que tiene al Hijo tiene la
vida. El que cree en Él vivirá eternamente. No somos nosotros que vivimos, sino
Cristo que vive en nosotros. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.
Estamos completos en Él, y nada nos falta. Aunque no le hemos visto, creyendo
en Él nos regocijamos con un gozo inefable. Es por cuanto Cristo es Dios, por
cuanto Él posee todas las perfecciones divinas, y por cuanto Él nos, amó y se
entregó a si mismo por nosotros, y nos ha redimido y nos ha hecho reyes y sacerdotes
para Dios, que el Espíritu de Dios dice: «Si alguno no ama al Señor Jesucristo,
sea anatema. El Señor viene». La negación de la divinidad del Hijo de Dios, el
rechazo a recibir, amar, confiar, adorar y servirle como tal, es la base de la
perdición irremediable de todos los que oyen y rechazan el evangelio. Y todas
las criaturas racionales, santas e impías, justificadas y condenadas, darán su
amén a la justicia de esta condenación.
La divinidad de Cristo es un hecho
demasiado patente, una verdad demasiado trascendente, para ser rechazada
inocentemente. Son salvos los que verdaderamente la creen, y ya están perdidos
los que no tienen ojos para verla. El que no cree ya ha sido condenado, porque
no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. El que cree en el Hijo
tiene vida eterna; y el que no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira
de Dios permanece sobre él. Ésta es, por tanto, la doctrina del Nuevo
Testamento, que la aprehensión espiritual y el sincero reconocimiento de la
Deidad del Redentor constituye la vida del alma. Es en su propia naturaleza
vida eterna; y la ausencia o carencia de esta fe y conocimiento es muerte
espiritual y eterna. Cristo es nuestra vida; por tanto, quien no tiene al Hijo
no tiene la vida.
Soli Deo Gloria